lunes, 26 de diciembre de 2016

Felicitación navideña de Jesús, hijo de María

Hola, soy Jesús.
Quería deciros que está bien que celebréis y conmemoréis mi nacimiento. Pero ahora ya no estoy en mi cunita, al cuidado amoroso de José y María, mientras la mula sopla y el buey rumia mansamente. Ya no hay pastores ni reyes; se marcharon. Y el ángel anunciador de paz esta aburrido porque nadie le hace caso. 
Ahora tengo cinco años y estoy en un destartalado campamento de refugiados. Bombardearon mi ciudad y mi casa quedó derruida. Mamá murió y mi papá huyó, creyendo que yo había muerto también. Alguien me rescató de entre los cascotes. Después las balas se han disputado mi alimento y tengo el vientre hinchado. Ahora he sabido que la lancha donde iba mi papá naufragó en el mar…
Quiero repetiros lo que ya dije un día, ¿recordáis?:

“Cuanto hacéis con uno de estos pequeñuelos, a mí me lo hacéis.”

Os deseo una buena nevada para purificar el alma y que os nazca dentro del corazón un niño en cueros.

Feliz Navidad, y perdonad mi voz en este villancico.

Félix

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domingo, 18 de diciembre de 2016

Proposición sobre las verdaderas causas de la locura de Don Quijote



Don Quijote, enamorado como niño de Dulcinea del Toboso, iba a casarse con ella. Las vísperas de la boda, la novia le mostró su ajuar, en cada una de cuyas piezas había bordado su monograma. Cuando el caballero vio todas aquellas prendas íntimas marcadas con tres iniciales atroces, perdió a razón.


Marco Denevi

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miércoles, 7 de diciembre de 2016

¿Nochebuena?

Era Nochebuena y habíamos terminado de cenar. Faltaba una hora para la Misa del Gallo. Me asomé a la ventana y, a la luz de la farola, contemplé cómo descendían los copos mansamente igual que mariposas blancas. Las trochas del día anterior se habían vuelto a llenar. 
Los chiquillos nos habíamos citado en la plaza junto a la fuente para iniciar el recorrido pidiendo el aguinaldo. Quise estrenar los zuecos de madera, esparto y paciencia que mi abuelo había confeccionado para mí. Cogí la bufanda de lana y me disponía a salir cuando mi madre me obligó a ponerme aquel abrigo nuevo que nada me gustaba, además de un gorro rojo y unos guantes del mismo color.
Íbamos de casa en casa golpeando panderetas y haciendo sonar los almireces. Al llegar a una puerta, Eloy, que tenía la voz potente y buen oído, decía en voz alta el nombre de la dueña y entonaba para que todos le siguiéramos…
Yo era el encargado de llevar el cestillo, y ya iba medio lleno de higos, manzanas, nueces, mazapanes y guirlaches, mientras que Isidro se encargaba de recoger las escasas monedas de los más generosos.
Todo fue bien hasta que llegamos a la puerta de la “bruja”. Nos miramos y en los ojos de todos había una interrogación asustadiza: ni Eloy ni ninguno de nosotros sabía su nombre.
-¡Cristinaaaaa!, ¡Me llamo Cristinaaaaa!, -gritó de pronto “la bruja” desde la oscura escalera, dejándonos sobrecogidos y espantados.

Allí, en la esquina, tembló la luz de la farola; allí, callaron panderos y panderetas; allí, calló también la botella de anís que frotaba Fortunato;  de allí salimos disparados y dispersos; y allí perdió Cecilio su zambomba, que no quiso volver a recoger, por más que le insistimos, después del reagrupamiento y del resuello recobrado.

Félix


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