Don Paciano
Ésta es una de las jornadas que
componen el libro de ‘Lo trágico cotidiano’. En ella explícase cómo doña Telesfora, virgen vetusta y de
piedad notoria, suprimió su afección vespertina, y ahuyentó durante una noche
de la calle Santa Susana, las dulces sombras del sueño con fuerza de clamar por
don Paciano desparecido. Llamábase don Paciano ese singular personaje por su
similitud con un canónigo, triple
además, en ciertas particularidades.
Hay en Pilares, ciudad noble,
corte de reyes en los albores de nuestra Reconquista, tres mozos, porque el más
aventajado en años anda por treinta, que de público tienen reputación de ser
listos, sabios como Merlín, y, al propio tiempo, los tres seres más inútiles
entre todos los moradores. Son tres eminencias frustradas. Pedro, escultor;
Pablo, escritor; divagador, Santiago. Han pisado mucha tierra, y no estirándose
lo menguado del peculio para más correr han vuelto a Pilares; pero sus sueños
van del lado de allá de las fronteras nativas, Comprenden que han vivido cuanto
tenían que vivir: ‘¡Aquella Amy!’. ‘¡Aquella Elin Jansen!’. ‘¡Aquella
Bridget!... Ostentan en sus personas esa nobleza opaca que nace del tedio,
cuando el tedio nace del pesimismo: ojos nebulosos, voz con sordina, ademán
perezoso. Han ahondado en el concepto de la eternidad que el cauce del tiempo
es eternamente profundo, cada minuto eternamente profundo. Y esa es la uva más
dulce y generosa de la viña materna: no
tiene manos que cuiden, ojos que, con zozobra, miren si razona; sécase en el
parral y ha sido inútil su rica entraña roja. Porque Pedro, Pablo y Santiago
habrían dado lustre a la patria, si no hubieran nacido en España. Eso es lo
trágico cotidiano.
La casa de Pedro está en la calle
de santa Susana, que es la más alta del pueblo. Tiene un huerto a la espalda,
desde donde ve Pilares, enhonillado, acurrucándese en torno a la Catedral. Los
tres amigos han adquirido el hábito de reunirse, a las horas postmeridianas, en
el huerto del escultor.
Hoy ha llegado Santiago el
primero. Atraviesa una carpintería, que está en el piso bajo, y sale al huerto.
Pedro baja a poco. Túmbase en la tupida hierba pulcra, al pie de un rosal
trepador de rosas té. Es un día de septiembre, asoleado, limpio, insinuante,
parece recordar el estío, disipado ya, y prevenir para el invierno presunto.
Y dice Santiago:
-Ves ahí la Catedral; parece un
estilete con los que los bárbaros quisieron desgarrar el vientre del cielo para
ver qué secretos guarda dentro de sus heréticas vísceras, como el niño hace con
el muñeco.
Y Pedro:
-¡Calla! ¡Calla!
Y una pausa larga. Y Santiago:
-La horazontalidad es la postura
normal del hombre. ¿No has advertido cómo la cenestesia o sentido corporal
difuso, así que adoptas la horizontalidad, parece decir: ‘¡Bien
vuelto a tu idónea y natural postura, oh cuerpo, a tu admirable y antiquísima
calidad de cuadrúpedo!’. Como el anciano dijo al hijo pródigo: ‘¡Bienvenido
seas a casa de tu padre!’
Y Pedro:
-¡Calla! ¡Calla! Cada palabra es
una llave de las infinitas estancias sombrías del corredor de la conciencia.
Yo, por mantenerlas cerradas. Tú, haciendo cantar de continuo el odio llavero.
¡Anulémonos! ¡Anulémonos!
Y una pausa larga. Sobreviene
Pablo. Sr acerca sonriente, con un paquete en la axila derecha. Sus amigos le
miran asombrados. ‘¿Por qué sonríe éste?’
Y dice Pablo solemnemente:
-¡Vamos a matar el tiempo! He aquí
la máquina de Matar el tiempo -mostrando el paquete.
Y los otros dos incorporándose:
-¡Muera el tiempo! Es una pistola.
¡Bah!
Y Pedro:
-Esto sirve para matar hombres,
pero no fantasmas.
Y Santiago:
-Matando al hombre, matas el
tiempo, que es una categoría de la razón pura.
Y Pablo:
-Entonces, ¿qué? ¿El suicidio
colectivo?
Y Pablo:
-¡Si fuera el suicidio cósmico! Un
tiro al blanco.
Se ponen a hacer blancos. Cánsanse
presto. Se tumban nuevamente. Larga pausa, Y Pedro incorporándose:
-¡Chist! Don Paciano.
Sobre el muro aparece la cabezota
rubia de un gato, después el gato entero, con toda dignidad, y se sienta al
sol. Su lomo es pelirrojo, como si le recubriese un ornamento aúreo.
Y Pedro:
-¿Quién tira?
-Tira Pablo que acaba de acreditar
pulso entero.
Psss... silba el balín. El gato
cae al huerto pirateando por el aire; mas así que toca tierra rompe a galopar y
va a guarecerse en la espesura de una mata de frambuesa. Los tres amigos se
acercan de puntillas.
Y Santiago:
-Otra vez. ¡A la cabeza!
Psss. Silencio. Se acercan con
precaución. Bufa el gato y las tres eminencias retroceden. Otro tiro. Sale el
gato frenético hacia las tapias, que en vano intenta escalar, Ahora se ha
refugiado detrás de unas ortigas.
-Va herido.
-Ya lo creo. De muerte.
El balín psss.... El gato, fff...
-Tres vidas le quedan aún.
Nuevo disparo. Sale huyendo el
gato. Va como loco: se filtra por detrás de unos tablones. Los tres amigos
escudriñan, con cierta precaución.
-¿Lo ves! Ten cuidado, que se
tiran a los ojos.
-Sí, allí está. Allí. ¡Cómo le
fosforecen los jos! De rabia.
-No, de dolor. Pide merced.
-Veamos. Desde aquí no se puede
tirar. Es preciso hacerle salir.
Buscan una péeriga. El gato se
resiste.
-¡Duro con él!
Al fin se pone a tiro. Otro balín,
otro, otro... hasta veinte.
-¿Está muerto?
-Creo que sí.
Hurgan a don Paciano. Fff...
frenéticamente.
-¡Es un mortal!
-Ahora veremos.
Varios disparos. El gato no
rechista. Llaman al carpintero, quien, levantando algunos tablones, deja mayor
espacio, saca al animal exánime, por el rabo. Sus ojillos de color ópalo están
abiertos y húmedos –del hocico cuelgan filamentos de sangre. Cuentan las
heridas; entre ceja y ceja, en el cuello, en su oreja, por las costillas, por
todas partes..
Cae el sol. Se oye una charanga en
el parque.
Y Pablo:
-Vamos al paseo.
De que salen a la calle, oyen nun
grito de infinita agonía:
-¡Don Paciano! ¡Don Paciano!
Llegan al paseo. Danse de bruces
de primeras con un burgués.
-¿Qué hay, pollos? ¿Se ha
trabajado?
Y Pedro:
-Hemos muerto un gato.
Y Santiago:
-Hemos muerto un día.
Ramón Pérez de Ayala
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