La estepa rusa
Cuando yo fui monaguillo,
anduve un día por a estepa rusa; aunque yo la estepa rusa sólo la he visto en
una lámina de la enciclopedia de la escuela y en un libro muy grande de
estampas que había allí, y, otra ¡vez, en un cine que pusieron: una gran
extensión de tierra, blanca y dura por la helada, y como con cristalillos incrustados;
o como una sábana inmensa, cuando estaba nevada, que no se acababa nunca, y, no
se veían nada más que de vez en cuando unos árboles y un pueblo, o una
iglesia con las torres redondas.
Y así, también era, cuando
íbamos aquel cura don Agustín, y nosotros Alipio y yo, que éramos los
monaguillos y le acompañábamos, nosotros montados en la burra, y a pie don
Agustín, y todo estaba blanco de la escarcha, como si hubiera nevado o mas; y
aunque sólo era dos kilómetros hasta el otro pueblo, parecía una estepa, y era
muy bonito; que sólo cuando estábamos ya encima vimos el humo de alguna
chimenea, y nos parecía el pueblo blanco un barco, o como el chorro de una ballena
dijo Alipio, a ver si don Agustín nos contaba lo de la ballena de Jonás que
tanto nos gustaba. Pero don Agustín no hablaba. Íbamos a enterrar a un hombre
pobre, que era muy joven y se había caído de un andamio, y cuando ya llegó el
médico estaba agonizando, que no se podía haber salvado, dijo. Y su mujer no quería enterrarlo, porque no se
quería separar de aquel cuerpo. Se había casado en noviembre, y ese día de los
santos Inocentes ya estaba allí muerto.
Habían sido los vecinos los
que habían avisado a don Agustín a nuestro pueblo, porque el otro pueblo era
sólo una alquería con seis o siete casas, y fuimos también nosotros porque allí
los chicos eran todavía muy pequeños y no podían hacer de monaguillos. Pero
cuando llegamos, comenzó a gritar como una loca, y luego ya, a llorar muy
despacio que es lo que te da más tristeza, y tuvieron que sujetarla unos
hombres mientras don Agustín comenzó a cantar las cosas tan tristes del
entierro, y nosotros contestábamos. El ataúd iba en un carro, porque no había
más hombres para llevarlo, y así fuimos hasta el camposanto que estaba todo
blanco también como en el libro de estampas de la escuela donde se veía también
una tumba, sólo que allí junto a unos árboles que la cobijaban, y aquí era como
un cuchitril con yerbajos y diez o doce cruces viejas. Así que ya lo enterramos
al hombre pobre, y nos volvimos: nosotros otra vez en la burra y a pie don
Agustín, como a la ida. Y como ya estaba casi anocheciendo, se parecía que
íbamos por la estepa rusa, y era muy bonito. Pero que si era verdad, don
Agustín, decía Alipio y le decía yo que le preguntase, que a Jonás se lo había
tragado una ballena, y, luego, lo había devuelto sano y salvo. Pero don Agustín
no hablaba. Y entonces, le decía yo a Alipio que le preguntase si era verdad,
don Agustín, que la burra de Balaán vio una vez un ángel. Pero don Agustín no
hablaba: y sólo ya, cuando estábamos llegando al pueblo de vuelta, aunque
todavía parecía muy lejos, dijo de repente don Agustín: ¡Pobrecilla mujer!”
¿no?. Y ya nos callamos también nosotros, arropándonos bien con la manta y
continuamos andando; todavía mucho tiempo, nos pareció a nosotros.
José Jiménez Lozano
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