El harén de un tímido
Como temía decirles que no, opté por conservar a todas las mujeres que he amado.
René Avilés Fabila
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El descubrimiento
Jugaba a expedicionario entre las desordenadas baldas de la estantería, cuando captó mi atención un ejemplar de mayor grosor que los demás. No fui del todo consciente, pero mis manos se lanzaron al instante hacia él para acariciarlo. Casi sin darme cuenta ya lo tenía atrapado entre mis dedos. Visiblemente deteriorado, rugoso al tacto, aquel libro desprendía un olor profundo a humedad, a recuerdos, al paso inexorable de los siglos. No resultaba agradable, pero sí extrañamente magnético. Tan solo le faltaba hablar.
Con agobiante
curiosidad comencé a devorar aquellas páginas de filo amarillento, sin orden
establecido. Todas las enseñanzas de la humanidad parecían morar en él. Su
volumen parecía doblarse o triplicarse cada vez que mojaba mi pulgar derecho en
la saliva. Con su peso nacía un tenue hormigueo sobre mis brazos. Cada una de
sus hojas, raídas y acartonadas, era una inmensa puerta abierta al saber
universal. Cada ilustración, un colorido fresco renacentista de Masaccio o
Botticelli, altavoz y testigo de todos los grandes genios que existieran o
estuvieran por existir. La diminuta paginación, allá en la recóndita esquina,
simulaba un calendario donde marcaba mis progresos en la evaluación del saber.
Una leve cinta rojiza actuaba como ínfimo ropaje para sus costuras, desgastadas
y eternas. ¿Y qué podrían ser esas tapas, sino plomizas losas que aprisionan
esta ingente colección de tesoros? Losas sin cerradura, pues para vencerlas no
existía más llave que la voluntad del conocimiento.
Embelesado con la
sabiduría que encerraba aquella magna obra, no tuve tiempo siquiera de reparar
en su título. Lo volteé para ver su cubierta, y noté que aquel nombre me era
extrañamente familiar. ¡Cuán largo tiempo sin vernos las caras, mi querido y
olvidado diccionario!
José María Ávila Román
Casus conscientiae
Tu sangre derramada está clamando
venganza. Pero en mi desierto ya no caben espejismos, Soy un alienado. Todo lo
que me acontece ahora en la vigilia y en el sueño se disuelve y cambia de
aspecto bajo la luz ambigua que esparce la lámpara en el gabinete del
psicoanalista.
Yo soy el verdadero asesino. El otro ya
está en la cárcel y disfruta todos los honores de la justicia mientras yo
naufrago en libertad.
Para consolarme, en analista me cuenta
viejas historias de errores judiciales. Por ejemplo, la de que Caín es
culpable. Abel murió abrumado por su complejo edípico y el supuesto homicida
asumió la quijada de burro con estas enigmáticas palabras: “¿Acaso soy yo el
superego de mi hermano?” Así justifico un drama primitivo de celos familiares,
lleno de reminiscencias infantiles, que la Biblia encubre con el simple propósito de ejercitar la
perspicacia de los exploradores del inconsciente. Para ellos, todos somos
Abeles y Caines que en alguna forma intercambian y enmascaran su culpa.
Pero yo no me doy por vencido. No puedo expiar mi pecado de omisión y llevo este remordimiento agudo y limpio como una hoja de puñal: me fue trasmitido literalmente, de generación en generación, el instrumento del crimen. Y no he sido yo quien derramó tu sangre.
Juan José Arreola
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Préstamo bancario
Raúl Fonseca Vera se pone su traje más apreciado. Quiere dejar la mejor
impresión en el Banco para tramitar el préstamo hipotecario que necesita para
comprar al fin su casa, su propia casa. Antes de salir se mira en el espejo y
se ajusta la corbata. Sonríe satisfecho. Su mujer le acompaña hasta la puerta,
lo abraza y le desea buena suerte. Han esperado por mucho tiempo esta
oportunidad. Camina sin prisa, n quiere mostrarse nervioso, excitado. El día de
sol veraniego le hace sentirse optimista. Repasa mentalmente lo que les dirá a
los ejecutivos del Banco para convencerles de que su petición está bien
respaldada. Al llegar, se dirige a uno de los funcionarios que pareciera ser el
indicado para su trámite. Le expone con calma su requerimiento y sus razones.
Este le escucha con atención. Espera unos instantes, luego completa varios
formularios y estampa su pulgar derecho en otros tantos papeles.
-Ya vuelvo -le die el agente – Tenga paciencia.
Cuando regresa le muestra una carpeta con diversos documentos.
-Lo sentimos -le dice-, no podemos cursar su solicitud. En todos sus
antecedentes figura como ya fallecido.
El hombre, desconcertado, va hacia la salida y se acerca a una mujer
sentada en actitud de resignación.
-¿Usted, también está muerta?
La mujer se encoge de hombros y asiente en silencio.
Manuel Pastrana Lozano
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El prosista irreprochable
Nunca puso un adjetivo de más.
No cayó en el psicologismo ni en el panfleto. No cultivó la literatura
pasatista pero tampoco militó en el experimentalismo. No fue solemne ni cursi
ni pretencioso ni meramente sarcástico. Jamás escribió una línea.
Fabián Vique
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El carabao
Frente a nosotros el carabao repasa
interminablemente, como Confucio y Laotsé, la hierba frugal de unas cuantas
verdades eternas. El carabao, que nos obliga a aceptar de una vez por todas la
raíz oriental de los rumiantes.
Se trata simplemente de toros y de
vacas, es cierto, y poco hay de ellos que justifique su reclusión en las jaulas
de un parque zoológico. El visitante suele pasar de largo ante su estampa casi
doméstica, pero el observador atento se detiene a ver que los carabaos parecen
dibujados por Utamaro.
Y medita: mucho antes de las hordas capitaneadas por el Can de los Tártaros, las llanuras de occidente fueron invadidas por inmensos tropeles de bovinos. Los extremos de ese contingente se incluyeron en el nuevo paisaje, perdiendo poco a poco las características que ahora nos devuelve la contemplación del carabao: anguloso desarrollo de los cuartos traseros y profunda implantación de la cola, final de un espinazo saliente que recuerda la línea escotada de las pagodas; pelaje largo y lacio; estilización general de la figura que se acerca un tanto al reno y al okapi. Y sobre todo los cuernos, ya francamente de búfalo: anchos y aplanados en las bases casi unidas sobre el testuz, descendiente luego a los lados en una doble y amplia curvatura que parece escribir en el aire la redonda palabra carabao.
Juan José Arreola
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