Las focas
Difícilmente erguida en su blancura
musculosa, una levanta el puro torso desnudo. Otra reposa al sol en odre lleno
de agua pesada. Las demás circulan por el estanque, apareciendo y
desapareciendo, rodando en el oleaje que sus evoluciones promueven.
He visto el quehacer incesante de las
focas. He oído sus gritos de júbilo, sus risotadas procaces, sus falsos
llamados de náufrago. Una gota de agua me salpica la boca.
Veloces lanzaderas, las focas tejen y
destejen la tela interminable de sus juegos eróticos. Se abrazan sin brazos y
resbalan de una en otra improvisando sus rondas ad líbitum. Baten el agua con
duras palmadas, se aplauden ellas mismas en ovaciones viscosas. La alberca
parece de gelatina. El agua está llena de labios y de lenguas y las focas
entran y salen relamiéndose.
Como la gota microscópica, las focas se
deslizan por las frescas entrañas del agua virgen con movimiento flagelo de
zoospermos, y las mujeres y los niños miran inocentes la pantomima genética.
Perros mutilados, palomas desaladas.
Pesados lingotes de goma que nadan y galopan con difíciles ambulacros. Meros
objetos sexuales. Microbios gigantescos. Criaturas de vida infusa en un barro
de forma primaria, con probabilidades de pez, de reptil, de ave y de
cuadrúpedo. En todo caso, las focas me parecieron grises y manoseados jabones
de olor intenso y repulsivo.
¿pero qué decir de las hembras amaestradas, de las focas de circo que sostienen una esfera de cristal en la punta de la nariz, que dan saltos de caballo sobre el tablero de ajedrez, o que soplan por una hilera de flautas los primeros compases de la Pasión según San Mateo?
Juan José Arreola
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