Una historia política
Hubo una vez, no hace mucho
tiempo, en un país no muy lejano, un sultán venerable que solía decir que su
gobierno funcionaba a las mil y una maravillas y un venerable visir (que
aspiraba a gobernar y ocupar así el puesto que por entonces ocupaba el sultán)
que argüía que las cosas de la nación no podían ir peor pero que él tenía la
solución para que todo mejorase. Tanto insistió el visir en su propaganda que,
un día entre días, el califa de aquellos reinos lo nombró sultán y al antiguo
sultán lo nombró visir.
No tardó mucho el nuevo sultán
en ufanarse del gran cambio que había dado el país bajo su mando. Ahora, decía,
las cosas de la nación iban realmente bien. Pero el antiguo sultán, y entonces
visir, comenzó a propagar la opinión de que las cosas marchaban hoy mucho peor
que ates y pedía al califa que le honrara con la devolución de su anterior
cargo. Tanto insistió que, un día entre los días, el califa lo restituyó en su
antiguo puesto. Y la misma historia se repitió una y otra vez entre el sultán y
el visir y, más tarde, entre sus descendientes.
Cosas así, por fortuna, sólo
pasan en los países no democráticos, donde el pueblo no es soberano y, por
tanto, ni pincha ni corta en cuestiones de Estado.
Miguel Bravo Vadillo
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