La travesía
Morena y baja. Sumisa. Apenas un relámpago
en los ojos cuando se le tiró encima desde el mismo caballo. Que los otros recogieran
víveres, él tenía más hambre de mujer que de comida. Y siempre habría algo después
de la ruca, cuando sus tripas pegadas le avisaran la razón por la que estaba
allí.
Ahora, satisfecho, podía regodearse con
los senos oscuros, con esa carne generosa que se le entregaba para montarla una
y otra vez en medio de oleadas de olor a hembra que le sacarían por fin de las
narices el hedor de los muertos y borrarían con sus gemidos el alarido de los
buitres que los habían acompañado en horrendo cortejo de ese camino
interminable.
Apoderarse de Chili, mientras penetraba
nuevamente a la mujer. Volver a Sierra Brava, yo, Juan González; volver rico y
joven, hacerme de las tierras que son mías, buscar una mujer digna de mí, una
heredad, vivir. Él no era como el Tuerto, que con todo lo admirable que era como
jefe, estaba condenado a permanecer para siempre en esas tierras inhóspitas, juntando
la riqueza de la Nueva Toledo para un hijo mestizo porque el manchego no era
nadie en la Patria, apenas si un indiano más, iletrado e ilegítimo, incapaz de
lucir otro apellido que el de su tierra origen.
A mí no me pasará así, mordiendo
ferozmente las nalgas firmes, apretando los brazos tostados y fuertes,
buscando, buscándola en un dolor insaciable, buscando también ese oro esquivo que
corría en dichos de boca en boca, pero que no quería aparecer para que él cumpliera
sus sueños y pudiera cargar un barco que lo llevara a España, antes que la locura
exuberante de esta tierra nueva lo agarrara a él también y lo transformara en
otro Almagro, buscando siempre más allá del horizonte.
Para Juan González era la primera aventura. Y la última gritó a la india en un: ¡Dime Juan! ¡Dime Juan! Desesperado, porque hacía meses que no oía su nombre en garganta de mujer; asustándola en el forcejeo feroz de dónde está el oro, porque a ratos parecía que nunca llegarían, porque tú no entiendes mi idioma ni puedes pronunciar mi nombre, porque yo no entiendo tampoco tu cara impávida, porque ahora cuando te deje, desgraciada, tendremos que subir nuevamente la quebrada hacia el desierto y seguir y seguir.
Margarita Niemeyer
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