El vigor de la mirada
De tanto mirarme el ombligo me salió un ojo que me mira. Ahora que somos dos no pueden acusarme de egocentrismo.
Fabian Vique
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Urgencias
La sirena de la ambulancia zumba
todavía en mis oídos mientras me suben a una camilla, me inyectan un líquido
rosa y la gente corre a mi alrededor, como si uno tuviera prisa. La primera vez
que me trajeron de urgencia viví con nerviosismo el estreno de la coreografía
de mi muerte, pero ahora que hemos llegado a la quinta función he desarrollado
algo así como una indolencia escénica. La inyección del líquido rosa es para
recuperar el tono cardíaco, el suero que me han metido por vena lleva un
analgésico, la mascarilla que me han puesto tiene finalidad de dormirme y el
gel que me untan en el pecho quiere decir que van a operar. Después vendrá lo
peor: despertar poco a poco, recordar los nombres de quienes vengan a verme,
acptar los escombros de mi cuerpo y despedirme de tanta gente que no veía en
años. Sobrevivir supone un mínimo de ilusión. Una ilusión que ya no tengo.
Estoy tan a gusto aquí que no pienso luchar. La muerte es blanca.
Fernando Iwasaki
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Camélidos
El pelo de la llama es de impalpable
suavidad, pero sus tenues quedejas están cinceladas por el duro viento de las
montañas, donde ellas se pasean con arrogancia, levantando el cuello esbelto
para que sus ojos se llenen de lejanía, para que su fina nariz absorba todavía
más alto la destilación suprema del aire enrarecido.
Al nivel del mar, apegado a una
superficie ardorosa, el camello parece una pequeña góndola de asbesto que rema
lentamente y a cuatro patas el oleaje de la arena, mientras el lento desértico
golpea el macizo velamen de sus jorobas.
Para el que tiene sed, el camello guarda en sus entrañas rocosas la última veta de humedad; para solitario; la llama afelpada, redonda y femenina finge los andares y la gracia de una mujer ilusoria.
Juan José Arreola
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La honda de David
Había una vez un niño llamado David
N., cuya puntería y habilidad en el manejo de la resortera despertaba tanta
envidia y admiración en sus amigos de la vecindad y de la escuela, que veían en
él –y así lo comentaban entre ellos cuando sus padres no podían escucharlos- un
nuevo David.
Pasó el tiempo.
Cansado del tedioso tiro al blanco
que practicaba disparando sus guijarros
contra latas vacías o pedazos de botella, David descubrió que era mucho
más divertido ejercer contra los pájaros la habilidad con que Dios lo había
dotado, de modo que de ahí en adelante la emprendió con todos los que se ponían
a su alcance en especial contra Pardillos, Alondras, Ruiseñores y Jilgueros,
cuyos cuerpos sangrantes caían suavemente sobre la hierba, con el corazón
agitado aún por el susto y la violencia de la pedrada.
David corría jubiloso hacia ellos y
los enterraba cristianamente.
Cuando los padres de David se
enteraron de esta costumbre de su buen hijo se alarmaron mucho, le dijeron que
qué era aquello, y afearon su conducta en términos tan ásperos y convincentes
que, con lágrimas en los ojos, él reconoció su culpa, se arrepintió sincero y
durante mucho tiempo se aplicó a disparar exclusivamente sobre los otros niños.
Dedicado años después a la milicia,
en la Segunda Guerra Mundial David fue ascendió a general y condecorado con
las cruces más altas por matar él solo a treinta y seis hombres, y más tarde degradado
y fusilado por dejar escapar con vida una paloma mensajera del enemigo.
Augusto Monterroso
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