viernes, 26 de julio de 2024

 El vigor de la mirada

De tanto mirarme el ombligo me salió un ojo que me mira. Ahora que somos dos no pueden acusarme de egocentrismo.

Fabian Vique

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sábado, 20 de julio de 2024

Sin título

La empatía entre los cuerpos lleva a una inercia de imitación: cuando salíamos apresurados del hotel, a media tarde, traías uno de mis aretes puesto.

Carmen Leñero

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domingo, 14 de julio de 2024

Urgencias

La sirena de la ambulancia zumba todavía en mis oídos mientras me suben a una camilla, me inyectan un líquido rosa y la gente corre a mi alrededor, como si uno tuviera prisa. La primera vez que me trajeron de urgencia viví con nerviosismo el estreno de la coreografía de mi muerte, pero ahora que hemos llegado a la quinta función he desarrollado algo así como una indolencia escénica. La inyección del líquido rosa es para recuperar el tono cardíaco, el suero que me han metido por vena lleva un analgésico, la mascarilla que me han puesto tiene finalidad de dormirme y el gel que me untan en el pecho quiere decir que van a operar. Después vendrá lo peor: despertar poco a poco, recordar los nombres de quienes vengan a verme, acptar los escombros de mi cuerpo y despedirme de tanta gente que no veía en años. Sobrevivir supone un mínimo de ilusión. Una ilusión que ya no tengo. Estoy tan a gusto aquí que no pienso luchar. La muerte es blanca.

Fernando Iwasaki

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lunes, 8 de julio de 2024

Camélidos

El pelo de la llama es de impalpable suavidad, pero sus tenues quedejas están cinceladas por el duro viento de las montañas, donde ellas se pasean con arrogancia, levantando el cuello esbelto para que sus ojos se llenen de lejanía, para que su fina nariz absorba todavía más alto la destilación suprema del aire enrarecido.

Al nivel del mar, apegado a una superficie ardorosa, el camello parece una pequeña góndola de asbesto que rema lentamente y a cuatro patas el oleaje de la arena, mientras el lento desértico golpea el macizo velamen de sus jorobas.

Para el que tiene sed, el camello guarda en sus entrañas rocosas la última veta de humedad; para solitario; la llama afelpada, redonda y femenina finge los andares y la gracia de una mujer ilusoria.

Juan José Arreola

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martes, 2 de julio de 2024

La honda de David

Había una vez un niño llamado David N., cuya puntería y habilidad en el manejo de la resortera despertaba tanta envidia y admiración en sus amigos de la vecindad y de la escuela, que veían en él –y así lo comentaban entre ellos cuando sus padres no podían escucharlos- un nuevo David.

Pasó el tiempo.

Cansado del tedioso tiro al blanco que practicaba disparando sus guijarros  contra latas vacías o pedazos de botella, David descubrió que era mucho más divertido ejercer contra los pájaros la habilidad con que Dios lo había dotado, de modo que de ahí en adelante la emprendió con todos los que se ponían a su alcance en especial contra Pardillos, Alondras, Ruiseñores y Jilgueros, cuyos cuerpos sangrantes caían suavemente sobre la hierba, con el corazón agitado aún por el susto y la violencia de la pedrada.

David corría jubiloso hacia ellos y los enterraba cristianamente.

Cuando los padres de David se enteraron de esta costumbre de su buen hijo se alarmaron mucho, le dijeron que qué era aquello, y afearon su conducta en términos tan ásperos y convincentes que, con lágrimas en los ojos, él reconoció su culpa, se arrepintió sincero y durante mucho tiempo se aplicó a disparar exclusivamente sobre los otros niños.

Dedicado años después a la milicia, en la Segunda Guerra Mundial David fue ascendió a general y condecorado con las cruces más altas por matar él solo a treinta y seis hombres, y más tarde degradado y fusilado por dejar escapar con vida una paloma mensajera del enemigo.

Augusto Monterroso

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