La cebra
La cebra toma en serio su visita
apariencia, y al saberse rayada se entigrece. Presa en su enrejado lustroso
vive en la cautividad galopante de una libertad mal entendida: “non serviam”,
declara con orgullo su indómito natural. Abandonando cualquier intento de
sujeción, el hombre quiso disolver el elemento indócil de la cebra, sometida a
viles experiencias de cruza con asnos y caballos. Todo en vano. Las rayas y la
condición arisca no se borran en cebrinos ni en cébrulas.
Con el onagro y el cuaga, la cebra se
complace invalidando la posesión humana del orden de los equinos. ¡Cuántos
hermanos del perro se nos quedaron ya para siempre, insumisos, con oficios de
lobo, de protelo y de coyote?
Limitémonos pues al contemplar s la
cebra. Nadie ha llevado a tales extremos la posibilidad de henchir
satisfactoriamente una piel. Golosas, las ciervas devoran llanuras de pasto africano, a
sabiendas de que ni el corcel árabe ni el pura sangre puede llegar a semejante
redondez de las ancas i a igual finura de cabos. Sólo el caballo przewalski modelo superviviente del arte rupestre, alude un poco al rigor formal de la
cebra.
Insatisfecha de su clara distinción
espacial, las cebras practican todavía su gusto sin límites por las variantes
individuales y no hay una sola que tenga las mismas rayas de la otra. Anónimas
y solípedas, pasean la enorme impronta digital que las distingue: todas las
cebras, paro cada una a su manera.
Es cierto que muchas cebras aceptan de
buen grado dar dos o tres vueltas en la pista del circo infantil. Pero no es
menos cierto también que, fieles al espíritu de la especie, lo hagan siguiendo
en principio de altiva ostentación.
Juan José Arreola
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