El desaparecido
En todas las familias hay
un secreto y la mía no es una excepción. Durante muchos años formó parte de su
imaginario y continúa formándola del mío, pese a que no conocía a su
protagonista. Así son las cosas, a veces, en esta vida.
El secreto de mi familia, al
que yo accedí siendo ya un adolescente, tiene que ver con la guerra civil, como
los de muchas otras familias españolas. Pero su particularidad estriba en que
no desapareció con ella, quiero decir, con la generación que vivió la guerra,
sino que la sobrevive, incluso sobre su recuerdo. Y es que, como dijo alguien,
los fantasmas sobreviven a los muertos.
Mi tío el desaparecido
tendría ahora, si viviera, cerca de los cien años. Era hermano de mi padre, el
segundo, en concreto, de una lista que llegó a sumar hasta diez, pero que las
condiciones higiénicas de la época redujeron a la mitad apenas fueron naciendo
y de la que mi padre fue el más pequeño. Maestro como su madre, mi tío el
desparecido ejercía en la escuela de Orzonaga, una pequeña aldea minera cercana
a su localidad natal, cuando estalló la guerra civil y, ante la perspectiva de
que lo asesinaran (los falangistas de Matallana fueron de hecho, en su busca),
huyó un día a las montañas donde se
encontraban los republicanos que escapaban de las zonas sublevadas de León. Se
dijo que dio clases a los niños de otra pequeña aldea montañosa, ésta ya en la zona
roja, incluso que alguien lo vio en Asturias cuando el frente del norte
retrocedió, pero la pista se perdió para siempre con la caída definitiva de
éste, que se produjo en 1937.
Durante muchos años,
acabada la guerra, mis padres y sus hermanos trataron de encontrarlo infructuosamente.
Por lo que me contó mi padre, lo hicieron a través de la Cruz Roja, de la
policía(un tío mío lo era), de los programas de las radios clandestinas,
aquellos con los que los exiliados se comunicaban con sus familias dedicándoles
canciones y enviándoles noticias, incluso a través de los guerrilleros,
antiguos compañeros de trinchera y de ideales de mi tío que durante varios años
sobrevivieron en la cordillera tratando de seguir la lucha y con uno de los
cuales mi padre se entrevistó una noche en el baile, aprovechando que era la
fiesta del pueblo y todo el mundo estaba en el baile. Nadie les pudo dar una
pista cierta y las que les proporcionaron sólo sirvieron para aumentar su
desasosiego; alguien dijo, por ejemplo, que, una noche, en un programa de
radio de una emisora clandestina, habían leído una carta de un maestro de León
que mandaba recuerdos desde Rusia a su familia, e incluso alguien llegó a
afirmar que en algún lugar constaba que aquél había muerto en el País Vasco,
parece que defendiendo Bilbao. Pero nunca se pudo confirmar ninguno de esos dos
datos. Aparte de que, en principio, ninguno de ellos parecía muy fiable. El de
que se encontraba en Rusia, por la filiación anarquista de mi tío Ángel, que le
habría hecho tomar cualquier camino antes que el de la Unión Soviética, y el de
que había muerto en el País Vasco porque se contradecía con los testimonios de
otras personas que aseguraban haberlo visto por esas fechas en las montañas
astur-leonesas. El caso es que el tiempo fue transcurriendo sin que sus padres,
que murieron esperando su regreso, ni sus hermanos supieran nada de él. Éstos,
de hecho, ya han muerto todos y él sigue sin aparecer.
Todo esto, sin embargo, yo
lo ignoraba cuando, de niño, pasaba las vacaciones en la casa de mis abuelos
paternos, al principio con ellos, mientras vivieron, y luego, ya, con mis padres.
Entonces, yo tenía otros intereses y ni siquiera pregunté nunca quién era el
hombre de la fotografía que presidía el pequeño comedor adyacente de la cocina
y que me daba miedo porque me perseguía
con la mirada cuando entraba en aquel en busca de algo o, a la hora de la
siesta, aprovechando que todo el mundo dormía en la casa. Como quiera que el
fotógrafo le había sorprendido de reojo, tenía la extraña capacidad de mirarte
siempre, te pusieras donde te pusieras.
Y eso era lo que me daba miedo.
Eso y que la gente hablaba
de él en voz baja. Como si pudiera oírlos, todos bajaban la voz al hablar de él, sobre todo si había niños
escuchando. Lo cual aumentaba aún más el misterio que el hombre de la fotografía
proyectaba en torno a sí.
Un día –ignoro qué edad
tendría yo ese verano- mi padre me desveló su secreto. Para entonces, yo ya no
le tenía miedo, pues me haba echo mayor
y sabía que las fotos no pueden hacer daño (con el tiempo descubriría
que no era cierto, pero aún faltaba mucho para eso), y el conocimiento de su
verdadera historia despertó en mi una simpatía que no ha cesado hasta el día de
hoy; tanto como para conservar su foto cuando, pasados los años, también mis
padres murieron y la vieja casa de mis abuelos paternos pasó a mis manos, con
los cambios que eso supone siempre. De todo lo que allí había mucho acabó en la
cochera (la antigua cocina de horno donde mi abuela amasaba el pan), o, aún
peor, en la basura, pero la foto de mi tío continuó colgada de una pared junto
a mis nuevas fotos de mis recuerdos. Entre ellos, los dos únicos que en la casa
todavía se conservaban de aquél: una caja de reloj y una lámpara de marquetería,
labor a la que, al parecer, era aficionado. En la caja del reloj hay dos
nombres tallados a navaja: los de sus padres, junto con el de su pueblo: LA
Mata de Bérbula, y, en la lámpara, por dentro, una fecha escrita a lápiz: 1932.
Para entonces, como es
lógico, yo ya había hecho algunas investigaciones dirigidas a saber quién había
sido mi tío realmente. En el pueblo donde ejerció de maestro encontré a varios
ancianos que habían sido alumnos suyos (me contaron que, aparte de dibujar muy
bien, les llevaba muchas veces de excursión, en una época en la que esto no era
costumbre) y sus contemporáneos del pueblo me desvelaron que era muy
inteligente. Supe asimismo que había tenido una novia en un pueblo no lejano al
de su escuela (ignoro si seguía siéndolo cuando comenzó la guerra) y que antes
mantuvo una relación con una prima carnal (esto por una fotografía), pese a lo
cual seguía soltero en el momento de su desaparición. Y, también –y esto me
dolió ya más, tanto por la historia en sí como porque nadie me lo contó en su
momento-, que, por su causa, la Guardia Civil amenazó y pegó a mis abuelos más
de una vez e incluso les obligó a acompañarlos en sus registros, convencida de
que mi tío seguía con vida y de que mis abuelos sabían dónde podía esconderse.
Y ello a pesar de que éstos habían dado tres de sus cinco hijos al ejército de
Franco (mi padre uno de ellos, con diecinueve años tan sólo) por los dos que habían
hecho la guerra con la República.
Pero lo que nunca encontré,
como le pasó a mi padre, fue una pista sobre su paradero. Tan sólo una referencia
en un libro sobre la represión de los maestros en León, que fue una de las más
violentas (cientos de ellos murieron o escaparon al exilio y otos muchos fueron
proscritos y depurados), y el recuerdo de aquellos dos legendarios datos (el de
que se encontraba en Rusia, que a mi abuela le sirvió para seguir viviendo, y
el de que murió en Vizcaya, que mi padre y sus hermanos dieron por bueno a
falta de otro mejor) que continúan siendo los únicos a día de hoy. Y que tienen
todos los visos de seguir siéndolo en el futuro, pues, tantos años después, mi
esperanza de encontrar otro ya es tan remota como la de que mi tío regrese. Ni
siquiera las exhumaciones que últimamente tienen lugar por todo el país en busca
de los republicanos asesinados y enterrados en las cunetas o por los montes como
alimañas me permiten alimentarla, porque ¿cómo podría reconocerlo? Si ni
siquiera sé dónde está.
Así que, me temo mucho, mi
tío el desaparecido seguirá siendo un fantasma como tantos y su fotografía continuará
colgada de la pared de su vieja casa natal, ahora la mía de vacaciones, como lo
viene haciendo desde hace décadas. Quizá mi hijo la quite un día cuando la
herede como yo antes (a él no le da ningún miedo y ya nadie habla de la guerra)
y entonces su fantasma desaparecerá también, sumergiéndose en las brumas
infinitas de la historia. Ese fantasma que –esto no lo sabe nadie, excepto yo-
un día se le apareció a mi abuela (lo vio sentado en el banco de la cocina
cuando entró una mañana a encender el fuego), pero que se convirtió en un sueño
cuando mi abuela, presa de la emoción de volver a verlo, se abalanzó llorando
sobre su hijo.
Julio Llamazares
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