viernes, 29 de diciembre de 2023

Ajedrez

El mundo ya no es lo que era. Ahora, por ejemplo, se vive más tiempo. Yo tengo ochenta y muchos, y es poco Estoy demasiado sano, aunque no tenga razones para estar tan sano. Pero la vida no quiere desprenderse de mí. El que no tiene nada por que vivir tampoco tiene nada por que morir. Tal vez sea ese el motivo.

Un día hace mucho, antes de que mis piernas empezaran a flaquear seriamente, fui a visitar a mi hermano. No lo había visto desde hacía más de tres años, pero seguía viviendo donde fui a visitarlo la ultima vez. Sigues vivo, -dijo- aunque él era mayor que yo. Me había llevado un bocadillo y él me ofreció un vaso de agua, La vida es dura –dijo- , no hay quien la aguante. Yo estaba comiendo y no contesté. No había ido allí a discutir. Acabé el bocadillo y me bebí el agua. Mi hermano miraba fijamente hacia algún punto situado por encima de mi cabeza. Si me hubiera levantado y él no hubiese desviado la mirada antes, se habría quedado mirándome directamente, pero sin duda la habría desviado. Mi hermano no se encontraba a gusto conmigo. O dicho de otro modo, no se encontraba a gusto consigo mismo cuando estaba conmigo. Creo que tenía mala conciencia o, al menos, no buena. Escribió una veintena de novelas muy largas, y yo sólo unas cuantas, y además breves. Está considerado como un escritor bastante bueno, aunque un poco guarro. Escribe mucho sobre el amor, sobre todo el amor físico, no pregunto dónde lo habrá aprendido.

Mi hermano seguía con la mirada clavada en algún punto situado por encima de mi cabeza, supongo que se sentía en su derecho por las veinte novelas que tenía en el fondo trasero. Me estaban entrando ganas de largarme sin decirle el motivo de mi visita, pero pensé que después de la caminata que me había dado sería de tontos, así que le pregunté si le apetecía jugar una partida de ajedrez. Eso lleva mucho tiempo –dijo- y yo ya no tengo mucho tiempo que perder. Podrías haber venido antes. Debí levantarme y largarme en ese momento, se lo habría merecido, pero soy demasiado cortés y considerado, es mi gran debilidad, o una de ellas. No lleva más de una hora, dije. La partida sí –contestó-, pero para eso habría que añadir la excitación posterior o el cabreo si la perdiera. Mi corazón, sabes, ya no es lo que era. Y el tuyo tampoco, supongo. No contesté, no tenía ganas de discutir con él sobre mi corazón, así que dije: de modo que tienes miedo a morir. Vaya, vaya. Tonterías. Lo que pasa es que mi obra aún no está concluida. Así de pretencioso estuvo, me entraron ganas de vomitar. Yo había dejado el bastón en el suelo, y me agaché a recogerlo, quería que dejara de presumir. Cuando morimos, al menos dejamos de contradecirnos, dije, aunque no esperaba que entendiera el sentido de mis palabras. Pero él era demasiado soberbio para preguntar. No ha sido mi intención herirte, dijo. ¿Herirme?, contesté levantando la voz. Era razonable que me irritara. Me importa un bledo lo poco que he escrito y lo poco que no he escrito. Me puse de pie y le solté un discurso: Cada hora que pasa, el mundo se libra de miles de tontos. Piénsalo. ¿Te has parado alguna vez a pensar en la cantidad de estupidez almacenada que desaparece en el transcurso de un día? Imagínate todos los cerebros que dejan de funcionar, pues es ahí donde se almacena la estupidez. Y sin embargo, todavía queda mucha estupidez, porque algunos la han perpetuado en libros, y así se mantiene viva. Mientras la gente siga leyendo novelas, ciertas novelas de las que tanto abundan, la estupidez seguirá existiendo. Y añadí, un poco vagamente, lo confieso: Por eso he venido a jugar una partida de ajedrez.  Permaneció callado un buen rato, hasta que hice ademán de marcharme, entonces dijo: Demasiadas palabras para tan poca cosa. Pero  les sacaré partido, las pondré en boca de algún ignorante.

Exactamente así era mi hermano. Por cierto, murió ese mismo día, y no es improbable que me llevara sus últimas palabras, pues me marché sin contestarle, y eso no debió de gustarle nada. Quería tener la última palabra y la tuvo, aunque supongo que habría querido decir algo más. Cuando recuerdo lo que se irritó, me viene a la memoria que los chinos tienen un símbolo en su grafía que representa la muerte por agotamiento en el acto sexual-

Al fin y al cabo, éramos hermanos.

Kjell Askilden

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sábado, 23 de diciembre de 2023

Borges, el palabrista: 19

(Recogido por Esteban Peicovich)

No podría definirme como ateo, porque declararme ateo corresponde a una certidumbre que no poseo. A fin de cuentas, el universo es tan extraño que todo es posible, hasta un Dios que es uno y que es tres.

Jorge Luis Borges

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domingo, 17 de diciembre de 2023

Los trenes de los muertos

El rápido a Bahía Blanca arrastró al hijo del capataz de la cuadrilla que reparaba la vías. Era un hombre triste desde la muerte de su mujer; con esto se dio a beber. El hijo estuvo un mes como dormido. Cuando volvió a su casa no era el mismo. Rengo. Pero sobre todo ausente.

Se entrenó a encender pequeñas fogatas. Las encendía de día, de noche. A veces levantaba los brazos dando un grito. Una tarde, su padre llegó del almacén y se puso a llorar. ¿Qué hacía con esos fuegos por Dios Santo? Causaban la compasión de los vecinos.

A la hora del accidente, dijo el niño, vi los trenes de los muertos. Cruzándose como rayos sobre el mundo. Unos venían y otros iban y otros subían o bajaban sin dirección y sin destino. Vio en las ventanillas las caras de los muertos de este mundo. Lívidas caras con sonrisa, caras dobladas. Caras sujetas por telas que asfixian, manos que cuelgan, pelos de colores, electricistas, amas de hogar, sacerdotes, presidentes de compañías. Muertos en vida. Pómulos cubiertos de polvillo de hueso. Zarandeándose.

Vio conocidos, vecinos.

En trenes que refulgían como fantasmas que se levantan de pantanos. A cabezadas, rizos contra los vidrios, sin pedir ayuda, sin desearla. En una noche permanente, los trenes sin voz ni silbato, cruzándose. Sin señales, sin orden. Se superponían, se sucedían, se cambiaban. Nadie los oye ni los ve, volando en todas partes sobre el mundo.

El dolor que había visto era alegre junto al dolor en esos trenes, Vio, como si los tocara, que el frío congelaba a esos viajeros, igual que a los que duermen para siempre en los Andes. Y dentro de esos témpanos los ojos llamaban sin llamado.

Ponía señales para eso. Para los trenes de los muertos.

Sara Gallardo

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martes, 12 de diciembre de 2023

Rotativo

Antes de revisar la maleta desconectó la alarma electrónica. Volvió a subir al auto y puso la llave en el contacto. No tenía ninguna razón para disimular el tic que hacía palpitar el ojo izquierdo. Giró la llave y como todos los días no hubo ninguna explosión.

Carlos Olivárez

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miércoles, 6 de diciembre de 2023

La niña

Lo primero que hizo mal la niña fue arrancar hojas de sus libros, de modo que pusimos por norma que, cada vez que arrancara una hoja de algún libro, tenía que pasar cuatro horas sola en su habitación con la puerta cerrada. Solía arrancar alrededor de una hoja por día, al principio, de modo que la norma funcionó bastante bien, aunque el llanto y los alaridos procedentes del otro lado de la puerta cerrada nos ponían nerviosos. Razonamos que era el precio que debíamos pagar o al menos una parte de ese precio. Entonces, al aumentar su fuerza, empezó a arrancar dos hojas de una vez; eso suponía pasar ocho horas sola en su habitación, con la perta cerrada, con lo cual se duplicaron las molestias para todos, pero no dejó de hacerlo y, a medida que fue pasando el tiempo, comenzó a haber días en los que arrancaba tres o cuatro hojas, con que tenía que estar sola en su habitación hasta dieciséis horas seguidas, pero eso impedía una alimentación normal y preocupaba a mi esposa. Sin embargo, a mí me parecía que, si establecías una norma, tenías que cumplirla, ser coherente, porque, si  no, se hacían una idea equivocada. Ella tenía unos catorce o quince meses en ese momento. A menudo, claro está, se quedaba dormida al cabo de una hora de chillar, más o menos: una bendición. Su habitación era muy bonita, con un precioso caballito de balancín de masera y casi un centenar de muñecos y animalitos de peluche. Había muchísimas cosas para hacer en esa habitación, si uno administraba el tiempo sabiamente, rompecabezas y cosas así. Por desgracia, a veces, cuando abríamos la puerta, veíamos que, mientras estaba dentro, había arrancado más hojas de más libros y había que sumar esas páginas al total, para ser justos.

La niña se llamaba Zara Banda. Le dimos un poco de nuestro vino, rojo, blanco y azul y hablamos seriamente con ella, pero no sirvió de nada.

He de reconocer que llegó a ser muy hábil. Si te acercabas a ella, donde estaba jugando en el suelo, en las raras ocasiones en las que salía de su habitación, y tenía un libro abierto a su lado y te ponías a observarlo, parecía que estaba perfecto, pero, si lo mirabas con más detenimiento, te dabas cuenta de que a alguna hoja le habían  arrancado una esquinita, que fácilmente podía pasar por desgaste natural, aunque yo sabía lo que había hecho: había arrancado esa esquinita y se la había tragado. Había que tenerlo en cuenta y así se hacía. Son capaces de cualquier cosa con tal de llevarte la contraria. Mi esposa decía que tal vez fuéramos demasiado estrictos y que la niña estaba perdiendo peso, pero le hice notar que la niña tenía una larga vida por delante y debía vivir en el  mundo con otras personas, debía vivir en un mundo en donde había muchas, muchísimas normas y que, si no aprendía a respetar esas normas, quedaría excluida, sin carácter, y todos la rechazarían y la condenarían al ostracismo. Lo máximo que la tuvimos en la habitación fueron ochenta y ocho horas seguidas, que concluyeron cuando mi esposa sacó la puerta de sus goznes con una palanca, aunque la niña seguía debiéndonos doce horas, porque tenía que compensar veinticinco hojas. Volví a colocar la puerta en sus goznes, añadí una cerradura grande, que sólo se abría con una tarjeta magnética que se introducía en una ranura, y me guardé la tarjeta.

Sin embargo, la situación no mejoró. La niña solía salir de su habitación como un murciélago del infierno, abalanzándose hacia el libro más cercano, Goodnight Moon o el que fuera, y ponerse a arrancarle hojas a espuertas. Quiero decir que era capaz de esparcir treinta y cuatro hojas de Goodnighy Moon por el suelo en diez segundos, además de las tapas. Empecé a preocuparme un poco. Cuando me puse a sumar su deuda en términos de horas, me di cuanta de que no iba a salir de su habitación hasta 1992, por lo menos. Además estaba bastante pálida. Llevaba varias semanas sin ir al parque. Teníamos en nuestras manos algo así como una crisis ética.

La resolví declarando que estaba bien arrancar hojas de los libros y, además, que estaba bien haber arrancado hojas de los libros en el pasado. Es una de las ventajas de ser padres; que tienen muchos recursos, todos buenísimos. La niña y yo nos sentamos en el suelo  de los más contentos, uno al lado del otro a arrancar las hojas de los libros y, de vez en cuando, simplemente para divertirnos, salimos a la calle y destrozamos juntos algunos parabrisas.

Donald Barthelme

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martes, 28 de noviembre de 2023

Orden

Es de noche. El hombre toma un taxi. El taxista asalta al hombre. Le quita dinero y documentos. El hombre queda abandonado en una esquina. Vienen asaltantes, cuchillo en mano. Lo despojan de sus vestimentas. Huyen. El hombre, desnudo, va en procura de auxilio. Detiene un coche policial. Lo golpean. Es arrestado por no portar identificación. Sospechan delincuencia sexual. Lo encierran en la celda de los sodomitas. Es violado. Grita. Los guardias no vienen. Al día siguiente lo trasladan a enfermería. El médico ordena cambiarlo de celda. Lo dan de alta. Es trasladado a la sección de presos políticos. Después de algunos días lo interrogan. Nada le creen, pues no posee documentos. Nadie sabe o recuerda a quienes lo detuvieron. Lo torturan. Exigen entregue el nombre  de sus contactos. El hombre cuenta su historia. Todos ríen. Es incomunicado. Permanece en celda solitaria por varios meses. Cuando se acuerdan de él, está flaquísimo y loco. Lo envían al Manicomio. Grita que lo dejen en paz. Muere.

Diego Muñoz Valenzuela

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martes, 21 de noviembre de 2023

La colección

Hace días pasé a ver a mi amigo, el periodista Misha Kovrov. Estaba sentado en su diván, se limpiaba las uñas y tomaba té. Me ofreció un vaso.

-¡Yo sin pan no tomo –dije-. ¡Vamos por el pan!

-¡Por nada! A un enemigo, dígnate, lo convido con pan, pero a un amigo nunca.

.Es extraño ¿Por qué pues?

-Y mira por qué ¡Ven acá!

Misha me llevó a la mesa y extrajo una gaveta.

-¡Mira!

Yo miré en la gaveta y no vi definitivamente nada.

-No veo nada Unos trastes Unos clavos, trapitos, colitas

-¡Y precisamente eso, pues mira! ¡Diez años hace que reúno estos trapitos, cuerditas y clavitos! Una colección memorable.

Y Mischa apiló en sus manos todos los trastes y los vertió sobre una hoja de periódico.

-¿Ves este cerillo quemado? –dijo, mostrándome un ordinario, ligeramente carbonizado cerillo-, es un cerillo interesante. El año pasado lo encontré en una rosca, comprada en la panadería de Savastianov. Casi me atraganté. Mi esposa, gracias, estaba en casa y me golpeó por la espalda, si no se me hubiera quedado en la garganta este cerillo. ¿Ves esta uña? Hace tres años fue encontrada en un bizcocho, comparado en la panadería Filippov. El bizcocho, como ves, estaba sin manos, sin pies, pero con uñas. ¡El juego de la naturaleza! Este trapito verde hace cinco años habitaba en un salchichón, comprado en uno de los mejores almacenes moscovitas. Esa cucaracha reseca se bañaba alguna vez en una sopa, que yo tomé en el bufete de una estación ferroviaria,  y este clavo en una albóndiga en la misma estación. Esta colita de rata y pedacito de cordobán fueron encontrados ambos en un mismo pan de Filippov. El boquerón del que quedan ahora sólo las espinas, mi esposa lo encontró en una torta, que le fue obsequiada el día del santo. Esta fiera, llamada chinche, me fue obsequiada en una jarra de cerveza en un tugurio alemán Y ahí, ese pedacito de guano casi no me lo tragué, comiéndome una empanada en una taberna,,, Y por el estilo, querido.

-¡Admirable colección!

-Sí. Pesa libra y media, sin contar todo lo que yo, por descuido, alcancé a tragarme y digerir. Y me he tragado yo probablemente, unas cinco, seis libras

Misha tomó con cuidado la hoja de periódico, contempló por un minuto su colección y la vertió de vuelta a la gaveta. Yo tomé en la mano el vaso, empecé a tomar té, pero ya no rogué mandar por pan,

Anton Chejov

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miércoles, 15 de noviembre de 2023

 La culta dama

Le pregunté a la culta dama si conocía el cuento de Augusto Monterroso titulado “El dinosaurio.”

-¡Ah, es una delicia –me respondió. Ya estoy leyéndolo!

José de la Colina

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jueves, 9 de noviembre de 2023

Lo timó

En tiempos de antaño, en Inglaterra, los delincuentes condenados a la pena de muerte gozaban del derecho de vender en vida sus cadáveres a los anatomistas y fisiólogos. El dinero obtenido de esta forma, aquellos se lo daban a sus familiares o se lo bebían. Uno de ellos, pescado en un crimen horrible, llamó a su lugar a un científico médico y, tras negociar con él hasta el hartazgo, le vendió su propia persona por dos guineas. Pero al recibir el dinero él, de pronto, se empezó a carcajear

-¿De qué se ríe? –se asombró el médico.

-¡Usted me compró a mí, como hombre que debe ser colgado –dijo el delincuente carcajeándose-, pero yo lo timé a usted! ¡Yo voy a ser quemado! ¡Ja Ja!

Anton Chejov

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sábado, 4 de noviembre de 2023

Toque de queda

-Quédate –le dije.

Y la toqué.

Omar Lara

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domingo, 29 de octubre de 2023

El burro y la flauta

Tirada en el campo estaba desde hacía tiempo una flauta que ya nadie tocaba, hasta que un día un burro que pasaba por allí resopló fuerte sobre ella haciéndola producir el sonido más dulce de su vida, es decir, de la vida del burro y de la flauta.

Incapaces de comprender lo que había pasado, pues la racionalidad no era su fuerte y ambos creían en la necesidad,  se separaron presurosos, avergonzados de lo mejor que el uno y el otro habían hecho durante su triste existencia.

Augusto Monterroso

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domingo, 22 de octubre de 2023

Trece

Me encantas, bruja, en tu vuelo nocturno. Así le dijo lo que siempre había querido escuchar. Pero siguió de largo. Era el día de los malos augurios.

Pía Barros

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lunes, 16 de octubre de 2023

Opus 8

-Júrenos que si despierta, no se la va a llevar, -pedía de rodillas uno de los enanitos al príncipe, mientras éste contemplaba el hermoso cuerpo en el sarcófago de cristal-. Mire que desde que se durmió, no tenemos quien nos lave la ropa, nos la planche, nos limpie la casa y nos cocine.

Armando José Sequera

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lunes, 9 de octubre de 2023

Las uñas

Dóciles medias los halagan de día y zapatos de cuero claveteados los fortifican, pero los dedos de mi pie no quieren saberlo. No les interesa otra cosa que emitir uñas: láminas córneas, semitransparentes y elásticas, para defenderse ¿de quién? Brutos y desconfiados como ellos solos, no dejan un segundo de preparar ese tenue armamento. Rehúsan el universo y el éxtasis para seguir elaborando sin fin unas vanas puntas, que cercenan y vuelven a cercenar los bruscos tijeretazos de Solingen. A los noventa días crepusculares de encierro prenatal establecieron esa única industria. Cuando yo esté guardado en la Recoleta, en una casa de color ceniciento provista de flores secas y talismanes, continuarán su terco trabajo, hasta que los modere la corrupción. Ellos, y la barba de mi cara.

Jorge Luis Borges

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miércoles, 4 de octubre de 2023

 El trabajo nº 13 de Hércules

Según el apócrifo Apolodoro de la Biblioteca, “Hércules se hospedó durante cincuenta días en casa de un tal Tespio, quien era padre de cincuenta hijas a todas las cuales, una por una, fue poniendo en el lecho del héroe porque quería que éste le diese nietos que heredasen su fuerza. Hércules, creyendo que eran siempre la misma, las amó a todas”. El pormenor que Apodoro ignora o pasa por alto es que las cincuenta hijas de Tespio eran vírgenes. Hércules, corto de entendederas como todos los forzudos, siempre creyó que el más arduo de sus trabajos había sido desflorar a la única hija de Tespio.

Marco Denevi

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miércoles, 27 de septiembre de 2023

Rosas

Soñabas con rosas envueltas en papel de seda para tu aniversario de boda, pero él jamás te las dio. Ahora te las lleva todos los domingos al panteón.

Alejandra Basualto

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jueves, 21 de septiembre de 2023

Dejar de ser mono

El espíritu de investigación no tiene límites. En los Estados Unidos y en Europa han descubierto a últimas fechas que existe una especie de monos hispanoamericanos capaces de expresarse por escrito, réplicas quizá del mono inteligente que a fuerza de teclear una máquina termina por escribir de nuevo, azarosamente los sonetos de Shakespeare. Tal cosa, como es natural, llena a estas buenas gentes de asombro, y no falta quien traduzca nuestros libros, ni, mucho menos, ociosos que los compren, como antes compraban las cabecitas reducidas de los jíbaros.  Hace más de cuatro siglos que Fray Bartolomé de las casas pudo convencer a loa europeos de que éramos humanos y de que teníamos un alma porque nos reíamos ahora quieren convencerse de lo mismo porque escribimos.

jueves, 14 de septiembre de 2023

Raulina Yagán Yagán

Raulina Yagán Yagán, la última Yámana de Tekenica y de Ukika, poblados de nutrias y sembraderos vecinos a la crueldad de las redes y el mar, murió un diez y siete de abril de mil novecientos ochenta y siete. Paulina Yagán Yagán no dejó más descendencia que algún tejido a telar, que la infeliz hubo de hacer para sobrevivir porque el mínimo empleo repelió su oficio de entrelazadora de canastos y canoas en miniatura. Y así Raulina Yagán Yagán, la última Yámana de Tekenica y de Ukika, subió a los cielos donde Pedro, en nombre de Dios Padre Todo Poderoso, la recibió:

-¿Tú?

-Raulina Yagán Yagán –repuso la indígena con la cabeza gacha, y luego agregó- Annulalaya…

-¿Qué dice? – la interrogó el blanco Santo.

-¿Los he dejado! ¡Ya los he dejado! ¿Dónde puedo encontrar a mi padre, Dios Yámana?

-¿Tu Dios padre Yámana? ¿Te refieres al Dios Padre de los Yaganes? –insistió algo desconcertado el bueno de Pedro.

-¡Sí!. Sí, sí –se esperanzó Raulina Yagán Yagán.

-Murió, Raulina, tu padre murió el diez y siete de abril de mil novecientos ochenta y siete, en la tarde.

Astrid Fugellie

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sábado, 9 de septiembre de 2023

Conducta en los velatorios

No vamos por el anís, ni porque hay que ir. Ya se habrá sospechado: vamos porque no podemos soportar las formas más solapadas de la hipocresía. Mi prima segunda, la mayor, se encarga de cerciorarse de la índole del duelo, y si es de verdad, si se llora porque llorar es lo único que les queda a esos hombres y a esas mujeres entre el olor a nardos y a café, entonces nos quedamos en casa y lo acompañamos desde lejos. A lo sumo mi madre va un rato y saluda en nombre de la familia; no nos gusta interponer insolentemente nuestra vida ajena a ese diálogo en la sombra. Pero si de la pausada investigación de mi prima surge la sospecha de que en un patio cubierto o en la sala se han armado los trípodes del camelo, entonces la familia se pone los mejores trajes, espera a que el velorio esté a punto, y se va presentando de a poco pero implacablemente.

En Pacífico las cosas ocurren casi siempre en un patio con macetas y música de radio. Para estas ocasiones los vecinos condescienden a apagar las radios, y quedan solamente los jazmines y los parientes, alternándose contra las paredes. Llegamos de a uno o de a dos, saludamos a los deudos a quienes se reconoce fácilmente porque lloran apenas ven entrar a alguien, y vamos a inclinarnos ante el difunto, escoltados por algún pariente cercano. Una o dos horas después toda la famila está en la casa mortuoria, pero aunque los vecinos nos conocen bien, procedemos como si cada uno hubira venido por su cuenta y apenas hablamos entre nosotros. Un método preciso ordena nuestros actos, escoge los interlocutores con quienes se departe en la cocina, bajo el naranjo, en los dormitorios, en el zaguán, y de cuando en cuando se sale a fumar al patio o a la calle, o se da una vuelta a la manzana para ventilar opiniones políticas o deportivas. No nos lleva demasiado tiempo sondear los sentimientos de los deudos más inmediatos, los vasitos de caña, el mate dulce y los Particulares livianos son el puente confidencial; antes de media noche estamos seguros, podemos actuar sin remordimientos. Por lo común mi hermana la menor se encarga de la primera escaramuza; diestramente ubicada a los pies del ataúd, se tapa los ojos con un pañuelo violeta y empieza a llorar, primero en silencio, empapando el pañuelo a un punto increíble, después con hipos y jadeos, y finalmente le acomete un ataque terrible de llanto que obliga a las vecinas a llevarla a la cama preparada para esas emergencias, darle a oler agua de azahar y consolarla, mientras las vecinas se ocupan de los parientes cercanos bruscamente contagiados por la crisis. Durante un rato hay un amontonamiento de gente en la puerta de la capilla ardiente, preguntas y noticias en voz baja, encogimientos de hombros por parte de los vecinos. Agotados por el esfuerzo en que han debió emplearse a fondo, los deudos amenguan en sus manifestaciones y en ese miso momento mis tres primas segundas se largan a llorar sin afectación, sin gritos pero tan conmovedoramente que los parientes y vecinos sienten la emulación, comprenden que no es posible quedarse así descansando mientras extraños de la otra cuadra se afligen de tal manera, y otra vez se suman a la deploración general, otra vez hay que hacer sitio a las camas, apantallar a señoras ancianas, aflojar el cinturón a viejitos convulsionados. Mis hermanos y yo esperamos por lo regular este momento para entrar en la sala mortuoria y ubicarnos junto al ataúd. Por extraño que parezca estamos realmente afligidos, jamás podemos oír llorar a nuestras hermanas sin que una congoja infinita nos llene el pecho y nos recuerde cosas de la infancia, unos campos cerca de Villa Albertina, un tranvía ue chirriaba al tomar la curva de la calle General Rodríhuez, en Bánfielf, cosas así, siempre tan tristes. No basta ver las manos cruzadas del difunto para que el llanto nos arrase de golpe, nos obligue a taparnos la cara avergonzados, y como cinco hombres que lloran de verdad en el velorio mientras los deudos juntan desesperadamente el aliento para igualarnos, sintiendo que cueste lo que cueste deben demostrar que el velorio es de ellos, que solamente ellos tienen derecho a llorar así en esa casa. Pero son pocos, y mienten (eso lo sabemos por mi prima segunda la mayor, y nos da fuerzas). En vano acumulan los hipos y los desmayos, inútilmente los vecinos más solidarios los apoyan en sus consuelos y sus reflexiones, llevándolos y trayéndolos para que descansen y se reincorporen a la lucha. Mis padres y mi tío el mayor nos reemplazan ahora, hay algo que impone respeto en el dolor de tos ancianos que han venido desde la calle Humboldt, cinco cuadras contando desde la esquina, para velar al finado. Los vecinos más coherentes empiezan a perder pie, dejan caer a los deudos, se van a la cocina a beber grapa y a comentar, algunos parientes, extenuados por una hora y media de llanto sostenido, duermen estertorosamente. Nosotros nos relevamos en orden, aunque sin dar impresión de nada preparado: antes de las seis de la mañana somos los dueños indiscutibles del velorio, la mayoría de los vecinos se han ido a dormir a sus casas, los parientes yacen en diferentes posturas y grados de abotargamiento, el alba nace en el patio. A esas horas mis tías organizan enérgicos refrigerios en la cocina, bebemos café hirviendo, nos miramos brillantemente al cruzarnos en el zaguán o los dormitorios; tenemos algo de hormigas yendo y viniendo, frotándose las antenas al pasar. Cuando llega el coche fúnebre las disposiciones están tomadas, mis hermanas llevan a los parientes a despedirse del finado antes del cierre del ataúd, los sostienen y confortan mientras mis primas y mis hermanos se van adelantando hasta desalojarlos, abreviar el último adiós y quedarse solos junto al muerto. Rendidos, extraviados, comprendiendo vagamente, pero incapaces de reaccionar, los deudos se dejan llevar y traer, beben cualquier cosa que se les acerca a los labios y responden con vagas protestas inconsistentes a las cariñosas solicitudes de mis primas y mis hermanas. Cuando es hora de partir y la casa está llena de parientes y amigos, una organización invisible, pero sin brechas, decide cada movimiento, el director de la funeraria acata las órdenes de mi padre, la remoción del ataúd se hace de acuerdo con las indicaciones de mi tío el mayor. Alguna que otra vez los parientes llegados a último momento adelantan una reivindicación destemplada; los vecinos, convencidos ya de que todo es como debe ser, los miran escandalizados y les obligan a callarse. En el coche de duelo se instalan mis padres y mis tíos, mis hermanos suben al segundo, y mis primas condescienden a aceptar a alguno de los deudos del tercero, donde se ubican envueltas en grandes pañoletas negras y moradas. El resto sube donde puede, y hay parientes que se ven precisados a llamar un taxi. Y si algunos refrescados por el aire matinal y el largo trayecto, traman una reconquista en la necrópolis, amargo es su desengaño. Apenas llega el cajón al peristilo, mis hermanas rodean al orador designado por la familia o los amigos del difunto, y fácilmente reconocible por su cara de circunstancias y el rollito que le abulta el bolsillo del saco. Estrechándole las manos, le empapan las solapas con sus lágrimas, lo palmean con un blando sonido de tapioca, y el orador no puede impedir que mi tío, el menor, suba a la tribuna y abra los discursos con una oración que es siempre un modelo de verdad y discreción. Dura tres minutos, se refiere exclusivamente el difunto, acota sus virtudes, y da cuenta de sus defectos, sin quitar humanidad a nada de lo que dice. está profundamente empecinado, y a veces le cuesta terminar. Apenas ha bajado, mi hermano el mayor ocupa la tribuna y se encarga del panegírico en nombre del vecindario, mientras el vecino designado a tal efecto trata de abrirse paso entre mis primas y hermanas que lloran colgadas de su chaleco. Un gesto afable pero imperioso de mi padre moviliza al personal de la funeraria; dulcemente empieza a rodar el catafalco, y los oradores oficiales se quedan al pie de la tribuna, mirándose y estrujando los discursos en sus manos húmedas. Por lo regular no nos molestamos en acompañar al difunto hasta la bóveda o sepultura, sino que damos media vuelta y salimos todos juntos, comentando las incidencias del velorio. Desde lejos vemos cómo los parientes corren desesperadamente para arreglar alguno de esos cordones del ataúd y se pelean con los vecinos que entretanto se han posesionado de los cordones y prefieren llevarlos ellos a que los lleven los parientes.

Julio Cortázar

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viernes, 1 de septiembre de 2023

El sillón

Se lo pasaba sentado todo el día, su trabajo al menos así lo exigía. Sólo fue necesario un impulso de sus manos en el sillón de ruedas.

César Antonio Alurralde

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domingo, 27 de agosto de 2023

Aires de Familia

Después de muchos años ha vuelto a la vida la vieja mansión familiar y todo me resulta nuevo y extraño: los cuadros, la vajilla, los muebles. Hay algo aterrador que me impide reconocer cuanto me rodea, pero lo peor es la niña que viene por las noches a mi cuarto para atormentarme de nuevo con ese horror azul en los ojos. Dice que es su cuarto, pero yo estaba aquí mucho antes.

Fernando Iwasaki

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lunes, 21 de agosto de 2023

Alguien soñará

¿Qué soñará el indescifrable futuro? Soñará que Alonso Quijano puede ser don Quijote sin dejar su aldea y sus libros. Soñará que una víspera de Ulises puede ser más pródiga que el poema que narra sus trabajos. Soñará generaciones humanas que no reconocerán el nombre de Ulises. Soñará sueños más precisos que la vigilia de hoy. Soñará que podremos hacer milagros y que no los haremos, porque será más real imaginarlos. Soñará mundos tan intensos que la voz de una sola de sus aves podría matarte. Soñará que el olvido y la memoria pueden ser actos voluntarios, no agresiones o dádivas del azar. Soñará que veremos con todo el cuerpo, como quería Milton desde la sombra de esos tiernos orbes, los ojos. Soñará un mundo sin la máquina y sin esa doliente máquina, el cuerpo. La vida no es un sueño pero puede llegar a ser un sueño, escribe Novalís

Jorge Luis Borges

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martes, 15 de agosto de 2023

Las pruebas

Primero y principal, conviene desconfiar de los objetos. En especial de los objetos perdidos.

No recoger ningún objeto tirado en la calle ni en cualquier otro lugar.

En esos casos, se corre siempre el riesgo de que aparezcan los delegados, quienes al mismo tiempo hacen de testigos y ejecutores para arrastrar al sospechoso hasta las puertas de cualquier acusación.

Siempre, irrevocablemente, al cabo de cinco minutos de pesquisa se prueba que el objeto recogido era la pieza clave de un crimen relacionado con cierto caso aún abierto y que las huellas digitales son, desde luego, pruebas irrefutables.

El objeto encontrado se vuelve, en el acto, evidencia criminal: el sospechoso se vuelve, a su vez, culpable; la situación, desesperante.

El fenómeno es de lo más arbitrario porque, de hecho, nunca hay casos policiales en la ciudad. Nadie ha matado jamás, nadie ha robado jamás.

Lo que no excluye, sin embargo, que de este modo se pruebe cierto “delito flagrante”.

Jacques Stemberg

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martes, 8 de agosto de 2023

Misterios del tiempo

Cuando el viajero miró hacia atrás y vio que el camino estaba intacto, se dio cuenta de que sus huellas no lo seguían, sino que lo precedían.

Alejandro Jodorowski

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miércoles, 2 de agosto de 2023

De muerte

De todas sus muertes pasadas, su favorita era la romana. Tenía sabor a láudano. Pintaba con su sangre el mosaico de la terma. Y entre sus brazos, sentía agonizar a su esclava favorita.

Ángeles Jurado Quintana

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miércoles, 26 de julio de 2023

Y no pensar en nada

A la ru ru nena no te duermas nunca, no pegues pestaña ni labios, quédate despierta mirándome, recuerda el color del odio que te tengo, recuerda que tus ojos son mis ojos, que has heredado la misma confusión infantil, la esperanza de un tal vez mañana. A la rru rru, me canto otras canciones antiguas de radio chicharra, meciéndote en mis brazos las palabras que él dijo antes de irse, mucho antes, cuando el amor podía ser deletreado, cuando galopaba mi noche entera, besando la orilla del abismo, ayudándome a recobrar el aliento del deseo. No hay palabra que pueda definir el antes, nunca entenderás que la tristeza eres tú misma. A la rru rru muerte, viniste a nacer porque no hubo más remedio, por un simple asunto de gravedad caíste entre mis piernas y no lloraste, no lo harás, como si supieras que las lágrimas no solucionan nada, aunque te remezca y pellizque tus manos, no lo harás; lo sé porque te miro y una voz monótona responde por ti, un mamámamámamá de muñeca de pilas, la que permanecerá conmigo, sin molestar ni siquiera un segundo, sin cagar todo el día o gemir de hambre, de frío, de poco cariño.

Lilian Elphick

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jueves, 20 de julio de 2023

Inasequible al desaliento

-Mira mis labios, dicen no -le rechazaba ella.

Pero él prefería fijarse en sus ojos, abiertos a todas las posibilidades.

Ángeles Jurado Quintana

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jueves, 13 de julio de 2023

Don Quijote cuerdo

El único momento en que Sancho Panza no dudó de la cordura de don Quijote fue cuando lo nombraron (a él, Sancho) gobernador de la ínsula Barataria.

Marco Denevi

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