El adivino
En Sumatra, alguien quiere doctorarse de adivino. El brujo examinador le pregunta si será reprobado o si pasará. El candidato responde que será reprobado.
Jorge Luis Borges
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El grillo maestro
Allá en tiempos muy remotos, un día
de los más calurosos del invierno, el Director de la Escuela entró sorpresivamente
al aula en que el Grillo daba a los Grillitos su clase sobre el arte de cantar,
precisamente en el momento de la exposición en que les explicaba que la voz del
Grillo era la mejor y la más bella entre todas las voces, pues se producía mediante
el adecuado frotamiento de las alas contra los costados, en tanto que los pájaros
cantaban tan mal porque se empeñaban en hacerlo con la garganta, evidentemente
el órgano del cuerpo humano menos indicado para emitir sonidos dulces y armoniosos.
Al escuchar aquello, el Director, que
era un Grillo muy viejo y muy sabio, asintió varias veces con la cabeza y se
retiro, satisfecho de que en la Escuela todo siguiera como en sus tiempos.
Augusto Monterroso
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La travesía
Morena y baja. Sumisa. Apenas un relámpago
en los ojos cuando se le tiró encima desde el mismo caballo. Que los otros recogieran
víveres, él tenía más hambre de mujer que de comida. Y siempre habría algo después
de la ruca, cuando sus tripas pegadas le avisaran la razón por la que estaba
allí.
Ahora, satisfecho, podía regodearse con
los senos oscuros, con esa carne generosa que se le entregaba para montarla una
y otra vez en medio de oleadas de olor a hembra que le sacarían por fin de las
narices el hedor de los muertos y borrarían con sus gemidos el alarido de los
buitres que los habían acompañado en horrendo cortejo de ese camino
interminable.
Apoderarse de Chili, mientras penetraba
nuevamente a la mujer. Volver a Sierra Brava, yo, Juan González; volver rico y
joven, hacerme de las tierras que son mías, buscar una mujer digna de mí, una
heredad, vivir. Él no era como el Tuerto, que con todo lo admirable que era como
jefe, estaba condenado a permanecer para siempre en esas tierras inhóspitas, juntando
la riqueza de la Nueva Toledo para un hijo mestizo porque el manchego no era
nadie en la Patria, apenas si un indiano más, iletrado e ilegítimo, incapaz de
lucir otro apellido que el de su tierra origen.
A mí no me pasará así, mordiendo
ferozmente las nalgas firmes, apretando los brazos tostados y fuertes,
buscando, buscándola en un dolor insaciable, buscando también ese oro esquivo que
corría en dichos de boca en boca, pero que no quería aparecer para que él cumpliera
sus sueños y pudiera cargar un barco que lo llevara a España, antes que la locura
exuberante de esta tierra nueva lo agarrara a él también y lo transformara en
otro Almagro, buscando siempre más allá del horizonte.
Para Juan González era la primera aventura. Y la última gritó a la india en un: ¡Dime Juan! ¡Dime Juan! Desesperado, porque hacía meses que no oía su nombre en garganta de mujer; asustándola en el forcejeo feroz de dónde está el oro, porque a ratos parecía que nunca llegarían, porque tú no entiendes mi idioma ni puedes pronunciar mi nombre, porque yo no entiendo tampoco tu cara impávida, porque ahora cuando te deje, desgraciada, tendremos que subir nuevamente la quebrada hacia el desierto y seguir y seguir.
Margarita Niemeyer
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El tapiz del virrey
Cuando el virrey subió a su coche
con la virreina, para dirigirse al baile en casa del marqués, el criado mulato se
quedó escondido en un rincón del patio, hasta que cesaron todos los ruidos del
palacio. Sacó entonces una inmensa llave, y abrió la puerta del salón central.
Encendió una antorcha y se situó ante el gran tapiz que adornaba el fondo del
salón, y que representaba una hermosa escena de bacantes y caballeros desnudos.
El mulato extendió las manos y acarició
el cuerpo de una Diana que se adelantaba sobre el tapiz. Murmuraba en voz baja,
hasta que de pronto gritó:
-¡Venid! ¡Danzad!
Los personajes tomaron movimiento y
fueron descendiendo al salón. Comenzó la música del Sabbat, y la danza de los cuerpos
en medio de las antorchas. Ante el mulato, los personajes del tapiz iban
cumpliendo el rito de adoración al macho cabrío.
Diana permanecía a su lado, besándole
de vez en cuando con golosa codicia.
Después de consumidas las viandas del
banquete, vino el momento de la fornicación, hasta que sonó el canto del gallo y
los personajes se fueron metiendo uno tras otro en el tejido. Sólo quedaron trenzados
en el suelo, Diana y el mulato, al cual encontraron a la mañana siguiente
desnudo y muerto en el suelo con unos desconocidos pámpanos manchados de sangre
en la mano. Diana no estaba en el tapiz…
Pedro Gómez Valderrama
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