sábado, 26 de junio de 2021

Ya no quiero a mi hermano

“Carlitos está aquí”, dijo la médium con su voz d Drácula, y de ponto se transformó y puso cara de buena. Entonces mamá le hizo muchas preguntas y el espíritu respondía a través de la señora. Seguro que era Carlitos porque sabía dónde estaba el robot y cuántas monedas había en su alcancía, dijo cuál era su postre favorito y también los nombres de sus amigos. Cuando la médium nos miró haciendo las muecas de Carlitos papa empezó a llorar y mamá le pidió por favor, por favor que no se fuera. Las luces se apagaban y encendían, los cuadros se caían de las paredes y los vasos temblaban sobre la mesa. Me acuerdo que la señora se desmayó y que una luz atravesó a mamá como en las películas. “Carlitos está aquí”, dijo con cara de felicidad. Desde entonces hemos vuelto a compartir el cuarto y los juguetes, el ordenador y la Play-Station, pero la bicicleta no. Mamá quiere que sea bueno con Carlitos aunque me dé miedo. No me gusta su voz de Drácula. Y además huele a vieja.

Fernando Iwasaki

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domingo, 20 de junio de 2021

La que no está

Ninguna mujer tiene tanto éxito como la que no está. Aunque todavía es joven, muchos años de práctica consciente la han perfeccionado en el sutilísimo arte de la ausencia. Los que preguntan por ella terminan por conformarse con otra cualquiera, a la que toman distraídos, tratando de imaginar que tienen entre sus brazos a la mejor, a la única, a la que no está.

Ana María Shua

sábado, 12 de junio de 2021

Mujima

En el camino de Akasaka, cerca de Tokio, hay una colina, llamada Kii-No-Kuni-Zaka, o “La Colina de la provincia de Kii”. Está bordeada por un antiguo foso, muy profundo, cuyas laderas suben, formando gradas, hasta un espléndido jardín, y por los altos muros de un palacio imperial.

Mucho antes de la era de las linternas y los jinrishkas, aquel lugar quedaba completamente desierto en cuanto caía la noche. Los caminantes rezagados preferían dar un largo rodeo antes de aventurarse a subir solos a la Kii-No-Kuni-Zaka, después de la puesta del sol.Y eso a causa de un Mujima que se paseaba!

El último hombre que vio al Mujima fue un viejo mercader del barrio de Kyôbashi, que murió hace treinta años. He aquí su aventura tal como la contó:

Un día, cuando empezaba ya a oscurecer, se apresuraba a subir la colina de la provincia de Kii, cuando vio una mujer agachada cerca del foso--- Estaba sola y lloraba amargamente. El mercader temió que tuviera intención de suicidarse y se detuvo, para prestarle ayuda si era necesario. Vio que la mujercita era graciosa, menuda e iba ricamente vestida; su cabellera estaba peinada como era propio de una joven de buena familia.

-Distinguida señorita –saludó al aproximarse-, no llore así. Cuénteme sus penas…, me sentiré feliz de poder ayudarla.

Hablaba sinceramente, pues era un hombre de corazón. La joven continuó llorando con la cabeza escondida entre sus amplias mangas.

-¡Honorable señorita! –repitió dulcemente-, escúcheme, se lo suplico… Éste no es en absoluto un lugar conveniente, de noche, para una persona sola. No llore más y dígame la causa de su pena. ¿Puedo ayudarla en algo?

La joven se levantó levemente… Estaba vuelta de espaldas y tenía el rostro escondido… Gemía y lloraba alternativamente. El viejo mercader puso su mano en su espalda y dijo por tercera vez:

-Distinguida señorita, escúcheme un momento…

La honorable señorita se volvió bruscamente. Dejó caer la manga y se acarició la cara con la mano… ¡El viejo vio que no tenía ojos, nariz, ni boca! Huyó gritando de espanto. Corrió hasta el borde de la colina, oscura y desierta, que se extendía delante de él. Corría sin  pararse y sin osar mirar hacia atrás. Por último vio, en lontananza, la luz de una linterna. Era una lucecilla tan pequeña que se hubiera podido confundir con una mosca luminosa. Era la bujía de un mercader ambulante, un vendedor de sopa que había levantado su tenderete al borde del camino.  Después de la experiencia que el viejo acababa de sufrir, la más humilde de las compañías le pareció deseable. Se echó a los pies del vendedor de sopa, gimiendo:

-¡Ah!... ¡Ah!... ¡Ah!...

-“Koré”… “Koré”… -replicó el vendedor ambulante bruscamente. ¿Qué le ocurre? ¿Le ha hecho daño alguien?

-¡No! Nadie me ha hecho daño –murmuró el otro-,  pero… ¡ah!... ¡ah!... ¡ah!...

-¡Por lo menos le han dado un buen susto! –dijo el mercader, demostrando poca simpatía-. ¿Se ha encontrado con algún ladrón?

-¡No!... pero, cerca del foso… he visto… ‘Oh!, he visto una mujer que… pAh!, jamás podré describir cómo la he visto…

-¿Qué? ¿La ha visto, tal vez, así?... –esclamó el mercader.

Se acarició la cara que, de pronto, se hizo semejante a un huevo.

¡En aquel mismo instante se apagó la luz!

Yakumo Koisumi

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domingo, 6 de junio de 2021

Eso

Al preso lo interrogaban tres veces por semana para averiguar “quién le había enseñado eso”. Él siempre respondía con un digno silencio y entonces el teniente de turno arrimaba a sus testículos la horrenda picana. Un día el preso tuvo la súbita inspiración de contestar: “Marx. Sí, ahora lo recuerdo, fue Marx.” El teniente asombrado pero alerta, atinó a preguntar: “Ajá, y a ese Marx ¿quién se lo enseñó?” El preso, ya en disposición de hacer concesiones, agregó: “No estoy seguro, pero creo que fue Hegel.” El teniente sonrió, satisfecho, y el preso, tal vez por deformación profesional, alcanzó a pensar: “Ojalá que el viejo no se haya movido de Alemania.”

Mario Benedetti

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