viernes, 29 de diciembre de 2023

Ajedrez

El mundo ya no es lo que era. Ahora, por ejemplo, se vive más tiempo. Yo tengo ochenta y muchos, y es poco Estoy demasiado sano, aunque no tenga razones para estar tan sano. Pero la vida no quiere desprenderse de mí. El que no tiene nada por que vivir tampoco tiene nada por que morir. Tal vez sea ese el motivo.

Un día hace mucho, antes de que mis piernas empezaran a flaquear seriamente, fui a visitar a mi hermano. No lo había visto desde hacía más de tres años, pero seguía viviendo donde fui a visitarlo la ultima vez. Sigues vivo, -dijo- aunque él era mayor que yo. Me había llevado un bocadillo y él me ofreció un vaso de agua, La vida es dura –dijo- , no hay quien la aguante. Yo estaba comiendo y no contesté. No había ido allí a discutir. Acabé el bocadillo y me bebí el agua. Mi hermano miraba fijamente hacia algún punto situado por encima de mi cabeza. Si me hubiera levantado y él no hubiese desviado la mirada antes, se habría quedado mirándome directamente, pero sin duda la habría desviado. Mi hermano no se encontraba a gusto conmigo. O dicho de otro modo, no se encontraba a gusto consigo mismo cuando estaba conmigo. Creo que tenía mala conciencia o, al menos, no buena. Escribió una veintena de novelas muy largas, y yo sólo unas cuantas, y además breves. Está considerado como un escritor bastante bueno, aunque un poco guarro. Escribe mucho sobre el amor, sobre todo el amor físico, no pregunto dónde lo habrá aprendido.

Mi hermano seguía con la mirada clavada en algún punto situado por encima de mi cabeza, supongo que se sentía en su derecho por las veinte novelas que tenía en el fondo trasero. Me estaban entrando ganas de largarme sin decirle el motivo de mi visita, pero pensé que después de la caminata que me había dado sería de tontos, así que le pregunté si le apetecía jugar una partida de ajedrez. Eso lleva mucho tiempo –dijo- y yo ya no tengo mucho tiempo que perder. Podrías haber venido antes. Debí levantarme y largarme en ese momento, se lo habría merecido, pero soy demasiado cortés y considerado, es mi gran debilidad, o una de ellas. No lleva más de una hora, dije. La partida sí –contestó-, pero para eso habría que añadir la excitación posterior o el cabreo si la perdiera. Mi corazón, sabes, ya no es lo que era. Y el tuyo tampoco, supongo. No contesté, no tenía ganas de discutir con él sobre mi corazón, así que dije: de modo que tienes miedo a morir. Vaya, vaya. Tonterías. Lo que pasa es que mi obra aún no está concluida. Así de pretencioso estuvo, me entraron ganas de vomitar. Yo había dejado el bastón en el suelo, y me agaché a recogerlo, quería que dejara de presumir. Cuando morimos, al menos dejamos de contradecirnos, dije, aunque no esperaba que entendiera el sentido de mis palabras. Pero él era demasiado soberbio para preguntar. No ha sido mi intención herirte, dijo. ¿Herirme?, contesté levantando la voz. Era razonable que me irritara. Me importa un bledo lo poco que he escrito y lo poco que no he escrito. Me puse de pie y le solté un discurso: Cada hora que pasa, el mundo se libra de miles de tontos. Piénsalo. ¿Te has parado alguna vez a pensar en la cantidad de estupidez almacenada que desaparece en el transcurso de un día? Imagínate todos los cerebros que dejan de funcionar, pues es ahí donde se almacena la estupidez. Y sin embargo, todavía queda mucha estupidez, porque algunos la han perpetuado en libros, y así se mantiene viva. Mientras la gente siga leyendo novelas, ciertas novelas de las que tanto abundan, la estupidez seguirá existiendo. Y añadí, un poco vagamente, lo confieso: Por eso he venido a jugar una partida de ajedrez.  Permaneció callado un buen rato, hasta que hice ademán de marcharme, entonces dijo: Demasiadas palabras para tan poca cosa. Pero  les sacaré partido, las pondré en boca de algún ignorante.

Exactamente así era mi hermano. Por cierto, murió ese mismo día, y no es improbable que me llevara sus últimas palabras, pues me marché sin contestarle, y eso no debió de gustarle nada. Quería tener la última palabra y la tuvo, aunque supongo que habría querido decir algo más. Cuando recuerdo lo que se irritó, me viene a la memoria que los chinos tienen un símbolo en su grafía que representa la muerte por agotamiento en el acto sexual-

Al fin y al cabo, éramos hermanos.

Kjell Askilden

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sábado, 23 de diciembre de 2023

Borges, el palabrista: 19

(Recogido por Esteban Peicovich)

No podría definirme como ateo, porque declararme ateo corresponde a una certidumbre que no poseo. A fin de cuentas, el universo es tan extraño que todo es posible, hasta un Dios que es uno y que es tres.

Jorge Luis Borges

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domingo, 17 de diciembre de 2023

Los trenes de los muertos

El rápido a Bahía Blanca arrastró al hijo del capataz de la cuadrilla que reparaba la vías. Era un hombre triste desde la muerte de su mujer; con esto se dio a beber. El hijo estuvo un mes como dormido. Cuando volvió a su casa no era el mismo. Rengo. Pero sobre todo ausente.

Se entrenó a encender pequeñas fogatas. Las encendía de día, de noche. A veces levantaba los brazos dando un grito. Una tarde, su padre llegó del almacén y se puso a llorar. ¿Qué hacía con esos fuegos por Dios Santo? Causaban la compasión de los vecinos.

A la hora del accidente, dijo el niño, vi los trenes de los muertos. Cruzándose como rayos sobre el mundo. Unos venían y otros iban y otros subían o bajaban sin dirección y sin destino. Vio en las ventanillas las caras de los muertos de este mundo. Lívidas caras con sonrisa, caras dobladas. Caras sujetas por telas que asfixian, manos que cuelgan, pelos de colores, electricistas, amas de hogar, sacerdotes, presidentes de compañías. Muertos en vida. Pómulos cubiertos de polvillo de hueso. Zarandeándose.

Vio conocidos, vecinos.

En trenes que refulgían como fantasmas que se levantan de pantanos. A cabezadas, rizos contra los vidrios, sin pedir ayuda, sin desearla. En una noche permanente, los trenes sin voz ni silbato, cruzándose. Sin señales, sin orden. Se superponían, se sucedían, se cambiaban. Nadie los oye ni los ve, volando en todas partes sobre el mundo.

El dolor que había visto era alegre junto al dolor en esos trenes, Vio, como si los tocara, que el frío congelaba a esos viajeros, igual que a los que duermen para siempre en los Andes. Y dentro de esos témpanos los ojos llamaban sin llamado.

Ponía señales para eso. Para los trenes de los muertos.

Sara Gallardo

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martes, 12 de diciembre de 2023

Rotativo

Antes de revisar la maleta desconectó la alarma electrónica. Volvió a subir al auto y puso la llave en el contacto. No tenía ninguna razón para disimular el tic que hacía palpitar el ojo izquierdo. Giró la llave y como todos los días no hubo ninguna explosión.

Carlos Olivárez

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miércoles, 6 de diciembre de 2023

La niña

Lo primero que hizo mal la niña fue arrancar hojas de sus libros, de modo que pusimos por norma que, cada vez que arrancara una hoja de algún libro, tenía que pasar cuatro horas sola en su habitación con la puerta cerrada. Solía arrancar alrededor de una hoja por día, al principio, de modo que la norma funcionó bastante bien, aunque el llanto y los alaridos procedentes del otro lado de la puerta cerrada nos ponían nerviosos. Razonamos que era el precio que debíamos pagar o al menos una parte de ese precio. Entonces, al aumentar su fuerza, empezó a arrancar dos hojas de una vez; eso suponía pasar ocho horas sola en su habitación, con la perta cerrada, con lo cual se duplicaron las molestias para todos, pero no dejó de hacerlo y, a medida que fue pasando el tiempo, comenzó a haber días en los que arrancaba tres o cuatro hojas, con que tenía que estar sola en su habitación hasta dieciséis horas seguidas, pero eso impedía una alimentación normal y preocupaba a mi esposa. Sin embargo, a mí me parecía que, si establecías una norma, tenías que cumplirla, ser coherente, porque, si  no, se hacían una idea equivocada. Ella tenía unos catorce o quince meses en ese momento. A menudo, claro está, se quedaba dormida al cabo de una hora de chillar, más o menos: una bendición. Su habitación era muy bonita, con un precioso caballito de balancín de masera y casi un centenar de muñecos y animalitos de peluche. Había muchísimas cosas para hacer en esa habitación, si uno administraba el tiempo sabiamente, rompecabezas y cosas así. Por desgracia, a veces, cuando abríamos la puerta, veíamos que, mientras estaba dentro, había arrancado más hojas de más libros y había que sumar esas páginas al total, para ser justos.

La niña se llamaba Zara Banda. Le dimos un poco de nuestro vino, rojo, blanco y azul y hablamos seriamente con ella, pero no sirvió de nada.

He de reconocer que llegó a ser muy hábil. Si te acercabas a ella, donde estaba jugando en el suelo, en las raras ocasiones en las que salía de su habitación, y tenía un libro abierto a su lado y te ponías a observarlo, parecía que estaba perfecto, pero, si lo mirabas con más detenimiento, te dabas cuenta de que a alguna hoja le habían  arrancado una esquinita, que fácilmente podía pasar por desgaste natural, aunque yo sabía lo que había hecho: había arrancado esa esquinita y se la había tragado. Había que tenerlo en cuenta y así se hacía. Son capaces de cualquier cosa con tal de llevarte la contraria. Mi esposa decía que tal vez fuéramos demasiado estrictos y que la niña estaba perdiendo peso, pero le hice notar que la niña tenía una larga vida por delante y debía vivir en el  mundo con otras personas, debía vivir en un mundo en donde había muchas, muchísimas normas y que, si no aprendía a respetar esas normas, quedaría excluida, sin carácter, y todos la rechazarían y la condenarían al ostracismo. Lo máximo que la tuvimos en la habitación fueron ochenta y ocho horas seguidas, que concluyeron cuando mi esposa sacó la puerta de sus goznes con una palanca, aunque la niña seguía debiéndonos doce horas, porque tenía que compensar veinticinco hojas. Volví a colocar la puerta en sus goznes, añadí una cerradura grande, que sólo se abría con una tarjeta magnética que se introducía en una ranura, y me guardé la tarjeta.

Sin embargo, la situación no mejoró. La niña solía salir de su habitación como un murciélago del infierno, abalanzándose hacia el libro más cercano, Goodnight Moon o el que fuera, y ponerse a arrancarle hojas a espuertas. Quiero decir que era capaz de esparcir treinta y cuatro hojas de Goodnighy Moon por el suelo en diez segundos, además de las tapas. Empecé a preocuparme un poco. Cuando me puse a sumar su deuda en términos de horas, me di cuanta de que no iba a salir de su habitación hasta 1992, por lo menos. Además estaba bastante pálida. Llevaba varias semanas sin ir al parque. Teníamos en nuestras manos algo así como una crisis ética.

La resolví declarando que estaba bien arrancar hojas de los libros y, además, que estaba bien haber arrancado hojas de los libros en el pasado. Es una de las ventajas de ser padres; que tienen muchos recursos, todos buenísimos. La niña y yo nos sentamos en el suelo  de los más contentos, uno al lado del otro a arrancar las hojas de los libros y, de vez en cuando, simplemente para divertirnos, salimos a la calle y destrozamos juntos algunos parabrisas.

Donald Barthelme

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