Mesa para dos
En 1947 mi madre, que se
llama Deborah, tenía veintiún años y estudiaba literatura inglesa en la
Universidad de Nueva York. Era una chica preciosa, vehemente aunque introvertida,
y, sentía una gran pasión por los libros de ideas. Leía de una forma voraz y
quería ser escritora algún día.
Mi padre, que se llamaba
Joseph, era entonces un pintor en ciernes, que vivía de dar clases de arte en un
instituto del West Side. Los sábados pintaba durante todo el dí en su casa o en
Central Park y después solía permitirse un pequeño lujo. La noche del sábado en
cuestión decidió ir a un restaurante de barrio llamado La Vía Láctea.
La Vía Láctea resultó ser
el restaurante preferido de mi madre, y aquel sábado, después de estudiar toda
la mañana y parte de la tarde, se fue allí a cenar llevando consigo un viejo
ejemplar de Grandes Esperanzas de Dickens. El restaurante estaba abarrotado y
mi madre ocupó la última mesa que quedaba. Se preparó para toda una velada de
gouslash, vino tinto y Dickens, y rápidamente perdió contacto con la realidad
que la rodeaba.
Media hora después el
restaurante estaba tan lleno que sólo se podía comer de pie en la barra. La
agotada camarera se acercó a mi madre y le preguntó se podía compartir la mesa
con otra persona. Mi madre dio su consentimiento casi sin apartar los ojos del
libro.
‘Una vida trágica la del pobre Pip’ dijo mi padre al ver la gastada cubierta de Grandes Esperanzas.
Mi madre levantó la mirada y en ese momento, según ella, vio algo extrañamente
familiar en los ojos de aquel hombre. Muchos años después, cuando yo le suplicaba
que me contara la historia una vez más, suspiraba y decía ‘Me vi a mí misma en sus ojos’.
Mi padre totalmente
cautivado por la persona que tenía delante, jura hasta el día de hoy que oyó
una voz dentro de él. ‘Esta
mujer es tu destino’, e inmediatamente sintió un cosquilleo que le recorría el
cuerpo de la cabeza a los pies. Sea lo que fuere lo que mis padres vieron,
oyeron o sintieron aquella noche, ambos se dieron cuanta de que había sucedido
algo casi milagroso.
Hablaron durante horas,
como dos viejos amigos, que se encuentran después de mucho tiempo. Más tarde
cuando se despidieron, mi madre escribió su número de teléfono en el interior
de la tapa de Grandes Esperanzas y le regaló el libro a mi padre. Él le dijo
adiós, besándola dulcemente en la frente, después se alejaron, en direcciones
opuestas, y se perdieron en la noche.
Ninguno de los dos pudo
dormir, incluso después de cerrar los ojos, mi madre sólo vaía una cosa: el
rostro de mi padre. Y él, que no podía dejar de pensar en ella, se quedó toda
la noche levantado, pintando el rostro de mi madre.
Al día siguiente, que era
domingo, fue a Brooklyn a visitar a sus padres. Se llevó el libro para leerlo
en el metro, pero estaba tan exhausto después de pasar la noche en vela que,
tras leer algunos párrafos, le entró sueño. Así que metió el libro en uno de
los bolsillos de su abrigo –que había dejado en el asiento junto a él- y cerró
los ojos. No se despertó hasta que el tren se detuvo en Brighton Beach, en el
extremo opuesto a Brooklyn.
Para entonces el tren
estaba desierto y, cuando abrió los ojos y fue a coger sus cosas, el abrigo
había desaparecido. Alguien lo había robado, y dado que el libro estaba en uno
de sus bolsillos, también se había quedado sin él, lo que significaba que también
se había quedado sin el número de teléfono de mi madre. Desesperado, empezó a
buscar por todo el tren, mirando debajo de los asientos, no sólo de su vagón
sino de los vagones anterior y posterior al suyo.
Joseph se había sentido tan
feliz de haber conocido a Deborah que no se había preocupado de saber cuál era
el apellido. La única referencia que tenía de ella era su número de teléfono.
Mi madre nunca recibió la
llamada que esperaba. Mi padre la buscó en varias ocasiones en el Departamento de inglés de la Universidad de Nueva
York, pero nunca la encontró. El destino les había traicionado a los dos. Lo que
aquella primera noche en el restaurante había parecido inevitable paso a ser
algo claramente imposible.
Aquel verano los dos se
fuero a Europa. Mi madre fue a Inglaterra a hacer un curso de literatura en
Oxford y mi padre se fue a pintar a París. A finales de julio, mi madre tenía
un descanso de tres días en sus estudios y voló a París, decidida a absorber
toda la cultura que pudiese durante aquellas setenta y dos horas. En el viaje
se llevó un nuevo ejemplar de Grandes Esperanzas. Después de la triste historia
con mi padre, no había tenido la fuerza de volver a leerlo, pero una vez en París y sentada en un
restaurante abarrotado, después de un largo día de visitas turísticas, lo abrió
por la primera página y empezó otra vez a pensar en él.
Al acabar de leer unas
pocas frases el mâitre interrumpió su lectura para preguntarle, primero en
francés y después en un inglés macarrónico, si le importaba compartir su mesa.
Mi madre dio su consentimiento y volvió a la lectura: enseguida oyó una voz
conocida que decía:
‘Una vida trágica la del pobre Pip’, ella levantó la mirada y allí estaba él otra vez.
Lori Peikoff