jueves, 26 de septiembre de 2019


Blacamán y Koringa

El fákir cubano Blacamán con ayuda de su discípula (y luego competidora) Koringa, hipnotizaban leones y cocodrilos en el circo mexicano. Sus detractores afirman que los leones estaban drogados y los cocodrilos fingían por dinero.

Ana María Shua

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viernes, 20 de septiembre de 2019


La pasión del híbrido

Su madre había sido una cebra, y él hacía todo lo posible por disimularlo. Generalmente se colaba allí donde la luz juega a hacer paralelas con las sombras. También, como conviene a los híbridos de cebra y hombre, sus trajes eran rayados, y sus palabras. A veces, si nadie lo veía, retozaba en el parque, Le gustaba sentir la proximidad de la hierba, la humedad siempre amanecida de los pastos. Y cuando llegaban las amables muchachas que suelen tener los días felices, también él las miraba con codicia. Alguna vez -decía- tendré una muchacha para mí solo. Pero, al decirlo, pensaba en la grácil armonía de las cebras y, confuso, se sentía feliz.

Rafael Pérez Estrada

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sábado, 14 de septiembre de 2019


Epidemia de Dulcineas del Toboso

El peligro está en que más tarde o más temprano, la noticia llegue al Toboso.
Llegará convertida en fantástica historia de un joven apuesto y rico que, perdidamente enamorado de una dama tobosina, ha tenido la ocurrencia (para algunos, la locura) de hacerse caballero andante. Las versiones orales y disimiles, dirán que don Quijote se ha prendado de la dama sin haberla visto sino una sola vez y desde lejos. Y que, ignorando cómo se llama, le ha dado el nombre de Dulcinea. También dirán que en cualquier momento vendrá al Toboso a pedir la mano de Dulcinea. Entonces las mujeres del Toboso adoptan un aire lánguido, ademanes de princesa, expresiones soñadoras, posturas hieráticas. Se les da por leer poemas de un romanticismo exacerbado. Si llaman a la puerta sufren un soponcio. Andan todo el santo día vestidas de lo mejor. Bordan ajuares infinitos. Algunas aprenden a cantar y a tocar el piano. Y todas, hasta las más feas, se miran en el espejo y hacen caras. No quieren casarse. Rechazan ventajosas propuestas de matrimonio, frunciendo la boca y mirando lejos, le dicen al candidato: “Disculpe, estoy comprometida con otro”. Si sus padres les preguntan a qué se debe esa actitud, responden: “No pretenderán que me case con un cualquiera”. Y añaden: “Felizmente no todos los hombres son iguales”. Cuando alguien narra en su presencia la última aventura de don Quijote, tienen crisis histéricas de hilaridad o de llanto. Ese día no comen y esa noche no duermen. Pero el tiempo pasa, don Quijote no aparece y las mujeres del Toboso han empezado a envejecer. Sin embargo, siguen bordando al extremo de leer el libro de Cervantes y juzgarlo un libelo difamatorio.

Marco Denevi

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lunes, 9 de septiembre de 2019


Alucinación

Contemplaba el Guernica. Un relincho del jaco picassiano lanzó al cielo un cuajarón de estrellas. El avión nodriza venía ahíto de sangre de los muertos. Sobre la lengua del cometa rojo, el caballo apocalíptico piafaba ufano, marcando el territorio.

Félix

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martes, 3 de septiembre de 2019


Mesa para dos

En 1947 mi madre, que se llama Deborah, tenía veintiún años y estudiaba literatura inglesa en la Universidad de Nueva York. Era una chica preciosa, vehemente aunque introvertida, y, sentía una gran pasión por los libros de ideas. Leía de una forma voraz y quería ser escritora algún día.
Mi padre, que se llamaba Joseph, era entonces un pintor en ciernes, que vivía de dar clases de arte en un instituto del West Side. Los sábados pintaba durante todo el dí en su casa o en Central Park y después solía permitirse un pequeño lujo. La noche del sábado en cuestión decidió ir a un restaurante de barrio llamado La Vía Láctea.
La Vía Láctea resultó ser el restaurante preferido de mi madre, y aquel sábado, después de estudiar toda la mañana y parte de la tarde, se fue allí a cenar llevando consigo un viejo ejemplar de Grandes Esperanzas de Dickens. El restaurante estaba abarrotado y mi madre ocupó la última mesa que quedaba. Se preparó para toda una velada de gouslash, vino tinto y Dickens, y rápidamente perdió contacto con la realidad que la rodeaba.
Media hora después el restaurante estaba tan lleno que sólo se podía comer de pie en la barra. La agotada camarera se acercó a mi madre y le preguntó se podía compartir la mesa con otra persona. Mi madre dio su consentimiento casi sin apartar los ojos del libro.
Una vida trágica la del pobre Pip dijo mi padre al ver la gastada cubierta de Grandes Esperanzas. Mi madre levantó la mirada y en ese momento, según ella, vio algo extrañamente familiar en los ojos de aquel hombre. Muchos años después, cuando yo le suplicaba que me contara la historia una vez más, suspiraba y decía Me vi a mí misma en sus ojos.
Mi padre totalmente cautivado por la persona que tenía delante, jura hasta el día de hoy que oyó una voz dentro de él. Esta mujer es tu  destino, e inmediatamente sintió un cosquilleo que le recorría el cuerpo de la cabeza a los pies. Sea lo que fuere lo que mis padres vieron, oyeron o sintieron aquella noche, ambos se dieron cuanta de que había sucedido algo casi milagroso.
Hablaron durante horas, como dos viejos amigos, que se encuentran después de mucho tiempo. Más tarde cuando se despidieron, mi madre escribió su número de teléfono en el interior de la tapa de Grandes Esperanzas y le regaló el libro a mi padre. Él le dijo adiós, besándola dulcemente en la frente, después se alejaron, en direcciones opuestas, y se perdieron en la  noche.
Ninguno de los dos pudo dormir, incluso después de cerrar los ojos, mi madre sólo vaía una cosa: el rostro de mi padre. Y él, que no podía dejar de pensar en ella, se quedó toda la noche levantado, pintando el rostro de mi madre.
Al día siguiente, que era domingo, fue a Brooklyn a visitar a sus padres. Se llevó el libro para leerlo en el metro, pero estaba tan exhausto después de pasar la noche en vela que, tras leer algunos párrafos, le entró sueño. Así que metió el libro en uno de los bolsillos de su abrigo –que había dejado en el asiento junto a él- y cerró los ojos. No se despertó hasta que el tren se detuvo en Brighton Beach, en el extremo opuesto a Brooklyn.
Para entonces el tren estaba desierto y, cuando abrió los ojos y fue a coger sus cosas, el abrigo había desaparecido. Alguien lo había robado, y dado que el libro estaba en uno de sus bolsillos, también se había quedado sin él, lo que significaba que también se había quedado sin el número de teléfono de mi madre. Desesperado, empezó a buscar por todo el tren, mirando debajo de los asientos, no sólo de su vagón sino de los vagones anterior y posterior al suyo.
Joseph se había sentido tan feliz de haber conocido a Deborah que no se había preocupado de saber cuál era el apellido. La única referencia que tenía de ella era su número de teléfono.
Mi madre nunca recibió la llamada que esperaba. Mi padre la buscó en varias ocasiones en el Departamento de inglés de la Universidad de  Nueva York, pero nunca la encontró. El destino les había traicionado a los dos. Lo que aquella primera noche en el restaurante había parecido inevitable paso a ser algo claramente imposible.
Aquel verano los dos se fuero a Europa. Mi madre fue a Inglaterra a hacer un curso de literatura en Oxford y mi padre se fue a pintar a París. A finales de julio, mi madre tenía un descanso de tres días en sus estudios y voló a París, decidida a absorber toda la cultura que pudiese durante aquellas setenta y dos horas. En el viaje se llevó un nuevo ejemplar de Grandes Esperanzas. Después de la triste historia con mi padre, no había tenido la fuerza de volver a leerlo,  pero una vez en París y sentada en un restaurante abarrotado, después de un largo día de visitas turísticas, lo abrió por la primera página y empezó otra vez a pensar en él.
Al acabar de leer unas pocas frases el mâitre interrumpió su lectura para preguntarle, primero en francés y después en un inglés macarrónico, si le importaba compartir su mesa. Mi madre dio su consentimiento y volvió a la lectura: enseguida oyó una voz conocida que decía:
Una vida trágica la del pobre Pip, ella levantó la mirada y allí estaba él otra vez.

Lori Peikoff

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