La mortaja
La madre se encargó de decirles
a todos que cuando llegara la hora de su muerte, encontrarían su mortaja
envuelta en una funda de plástico en el primer cajón de su armario.
Rotos de dolor sus hijos se
apresuraron a cumplir el último deseo de la difunta. Abrieron la gaveta y en
ella encontraron un envuelto que les llenó de asombro. Un traje de faralaes de
color rojo y lunares blancos, acompañado de mantoncillo, pendientes, peineta y
tocado de flores. Se miraron un poco asombrados, pero enseguida una gran
sonrisa iluminó sus rostros. Su madre había sido una mujer alegre y vitalista,
amante de la feria de abril y del camino rociero. Si ella sí lo había
dispuesto, no había lugar a vacilaciones.
Vistieron a la fallecida con la
bata de volantes y la ataviaron con todos los adornos. Algunos dijeron que, con
el fin de evitar habladurías, sería mejor mantener cerrada la tapa del ataúd.
Los demás no estuvieron de acuerdo y la madre lució su funeral más flamenca que
nunca.
Al mes del entierro, los
afligidos herederos recibieron una llamada que les dejó perplejos. Una amiga de
la madre les reclamaba el traje de lunares. Con voz meliflua les contó que se
lo había prometido al amadrinarla en su bautizo rociero diez años antes.
Abrieron el cajón del armario y
ante su estupor apareció una bolsa de tintorería. Envolvía un vestido de lana
marrón de factura simple y bata con un escapulario conocido por todos. Y
entonces se miraron consternados. Comprendieron que la última voluntad de su
madre había sido ser enterrada con el hábito de la Virgen del Carmen para
lograr ciertas indulgencias. Y en vez de eso, había llamado a la puerta de San
Pedro ataviada como Marujita Díaz.
Chelo Pineda Pizarro
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