jueves, 29 de abril de 2021

Libertad

Hoy proclamé la independencia de mis actos. A la ceremonia sólo concurrieron unos cuantos deseos insatisfechos, dos o tres actitudes desmedradas. Un propósito grandioso que había ofrecido venir envió a última hora su excusa humilde. Todo transcurrió en un silencio pavoroso.

Creo que el error consistió en la ruidosa proclama: trompetas y campanas, cohetes y tambores. Y para terminar, unos ingeniosos juegos de moral pirotécnica que se quedaron a medio arder.

Al final me hallé a solas conmigo mismo. Despojado de todos los atributos de caudillo, la medianoche me encontró cumpliendo un oficio de mera escribanía. Con los últimos restos del heroísmo emprendí la penosa tarea de redactar los artículos de una dilatada constitución que presentaré mañana al asamblea general. El trabajo me ha divertido un poco, alejando de mi espíritu la triste impresión del fracaso.

Leves e insidiosos pensamientos de rebeldía vuelan como mariposas nocturnas en torno a la lámpara, mientras sobre los escombros de mi prosa jurídica, pasa de vez en cuando un tenue soplo de marsellesa.

Juan José Arreola

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viernes, 23 de abril de 2021

La sombra de las jugadas

En uno de los cuentos que integran la serie de lo Mabinogion, dos reyes amigos juegan al ajedrez, mientras en un valle sus ejércitos luchan y se destrozan. Llegan mensajeros con noticias de la batalla; los reyes no parecen oírlos e, inclinados sobre el tablero de plata mueven las piezas de oro. Gradualmente se aclara que las vicisitudes del combate siguen las vicisitudes del juego. Hacia el atardecer, uno de os reyes derriba el tablero, porque le han dado jaque mate y poco después un jinete ensangrentado le anuncia: Tu ejército huye, has perdido el reino.

Edwin Morgan

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sábado, 17 de abril de 2021

El sueño de la mariposa

Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu.

Chuang Tzu

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domingo, 11 de abril de 2021

Veintisiete

Un señor que poseía un caballo de excepcional elegancia, una mansión fortificada, tres criados y una viña, creyó entender, por la manera cómo se habían dispuesto los cirros en torno al sol, que debía abandonar Corualles, en donde siempre había vivido, y dirigirse a Roma, en donde, suponía, tendría ocasión de hablar con el emperador. No era un mitómano ni un aventurero, pero aquellos cirros le hacían pensar. No empleó más de tres días en los preparativos, escribió una vaga carta su hermana, otra todavía más vaga a una mujer que, por puro ocio, había pensado en pedir por esposa, ofreció un sacrificio a los dioses y partió, una mañana fría y despejada. Atravesó el canal que separa la Galia de Cornualles y no tardó en encontrarse en una zona llena de bosques, sin ningún camino; el cielo estaba agitado y él con frecuencia buscaba abrigo, con su caballo, en grutas que no mostraban rastros de presencia humana. El día decimosegundo encontró en un vado un esqueleto de hombre, con una flecha entre las costillas: cuando lo tocó, se pulverizó, y la flecha rodó entre los guijarros con un tintineo metálico. Al cabo de un mes encontró una miserable aldea, habitada por aldeanos cuya lengua no entendía. Le pareció que le prevenían de alguna cosa. Tres días después encontró un gigante, de rostro obtuso y tres ojos. Le salvó el velocísimo caballo y permaneció oculto durante una semana en una selva en la que no penetraría jamás ningún gigante. Al segundo mes cruzó un país de poblados elegantes, ciudades llenas de gente, ruidosos mercados; encontró hombres de su misma tierra, supo que una secreta tristeza arruinaba aquella región, corroída por una lenta pestilencia. Cruzó las Alpes, comió lasagna en Mutina y bebió vino espumoso. A mediados del tercer mes llegó a Roma. Le pareció admirable, sin saber cuánto había decaído los últimos diez años. Se hablaba de peste, de envenenamientos, de emperadores viles o feroces, cuando no ambas cosas a un tiempo. Puesto que había llegado a Roma, intentó vivir allí al menos un año; enseñaba el córnico, practicaba esgrima, hacía dibujos exóticos para uso de los picapedreros imperiales. En la arena mató un toro y fue observado por un oficial de la corte. Un día encontró al emperador que, confundiéndole con otro, lo miró con odio. Tres días después el emperador fue desplazado y el gentilhombre de Cornualles aclamado emperador. Pero no era feliz. Siempre se preguntaba qué habían querido decir aquellos cirros. ¿los había entendido mal? Estaba meditabundo y atormentado; se tranquilizó el día en que el oficial de la corte apuntó la espada contra su garganta.

Giorgio Manganelli

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domingo, 4 de abril de 2021

Superconciencia

Por medio de los microscopios, los microbios observan a los sabios.

Luis Vidales

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