Veintisiete
Un señor que poseía un caballo de excepcional elegancia,
una mansión fortificada, tres criados y una viña, creyó entender, por la manera
cómo se habían dispuesto los cirros en torno al sol, que debía abandonar
Corualles, en donde siempre había vivido, y dirigirse a Roma, en donde,
suponía, tendría ocasión de hablar con el emperador. No era un mitómano ni un
aventurero, pero aquellos cirros le hacían pensar. No empleó más de tres días
en los preparativos, escribió una vaga carta su hermana, otra todavía más vaga
a una mujer que, por puro ocio, había pensado en pedir por esposa, ofreció un
sacrificio a los dioses y partió, una mañana fría y despejada. Atravesó el
canal que separa la Galia de Cornualles y no tardó en encontrarse en una zona
llena de bosques, sin ningún camino; el cielo estaba agitado y él con
frecuencia buscaba abrigo, con su caballo, en grutas que no mostraban rastros
de presencia humana. El día decimosegundo encontró en un vado un esqueleto de
hombre, con una flecha entre las costillas: cuando lo tocó, se pulverizó, y la
flecha rodó entre los guijarros con un tintineo metálico. Al cabo de un mes
encontró una miserable aldea, habitada por aldeanos cuya lengua no entendía. Le
pareció que le prevenían de alguna cosa. Tres días después encontró un gigante,
de rostro obtuso y tres ojos. Le salvó el velocísimo caballo y permaneció
oculto durante una semana en una selva en la que no penetraría jamás ningún
gigante. Al segundo mes cruzó un país de poblados elegantes, ciudades llenas de
gente, ruidosos mercados; encontró hombres de su misma tierra, supo que una
secreta tristeza arruinaba aquella región, corroída por una lenta pestilencia.
Cruzó las Alpes, comió lasagna en Mutina y bebió vino espumoso. A mediados del
tercer mes llegó a Roma. Le pareció admirable, sin saber cuánto había decaído los
últimos diez años. Se hablaba de peste, de envenenamientos, de emperadores
viles o feroces, cuando no ambas cosas a un tiempo. Puesto que había llegado a
Roma, intentó vivir allí al menos un año; enseñaba el córnico, practicaba
esgrima, hacía dibujos exóticos para uso de los picapedreros imperiales. En la
arena mató un toro y fue observado por un oficial de la corte. Un día encontró
al emperador que, confundiéndole con otro, lo miró con odio. Tres días después
el emperador fue desplazado y el gentilhombre de Cornualles aclamado emperador.
Pero no era feliz. Siempre se preguntaba qué habían querido decir aquellos
cirros. ¿los había entendido mal? Estaba meditabundo y atormentado; se
tranquilizó el día en que el oficial de la corte apuntó la espada contra su
garganta.
Giorgio Manganelli
Imagen:https://www.google.com/
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