El salto cualitativo
-¿No habrá una especie aparte de la humana
–dijo ella enfurecida arrojando el periódico al bote de basura- a la cual poder
pasarse?
-¿Y por qué no a la humana? –dijo él.
Augusto Monterroso
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El Paraíso imperfecto
-Es cierto –dijo mecánicamente el hombre,
sin quitar la vista de las llamas que ardían en la chimenea aquella noche de invierno-;
en el Paraíso hay amigos, música, algunos libros, lo único malo de irse al Cielo
es que allí el cielo no se ve.
Augusto Monterroso
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La fe y las montañas
Al principio la Fe movía montañas sólo cuando era
absolutamente necesario, con lo que el paisaje permanecía igual a sí mismo durante
milenios. Pero cuando la fe empezó a propagarse y a la gente le pareció
divertida la idea de mover montañas, éstas no hacían aino cambiar de sitio, y cada
vez era más difícil encontrarlas en el lugar en que uno las había dejado la noche
anterior; cosa que por supuesto creaba más dificultades que las que resolvía.
La buena gente prefirió entonces abandonar la Fe y ahora las montañas permanecen
por lo general en su sitio. Cuando en la carretera se produce un derrumbe bajo
el cual mueren varios viajeros, es que alguien, muy lejano o inmediato, tuvo un
ligerísimo atisbo de Fe.
Augusto Monterroso
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El grillo maestro
Allá en tiempos muy remotos, un día
de los más calurosos del invierno, el Director de la Escuela entró sorpresivamente
al aula en que el Grillo daba a los Grillitos su clase sobre el arte de cantar,
precisamente en el momento de la exposición en que les explicaba que la voz del
Grillo era la mejor y la más bella entre todas las voces, pues se producía mediante
el adecuado frotamiento de las alas contra los costados, en tanto que los pájaros
cantaban tan mal porque se empeñaban en hacerlo con la garganta, evidentemente
el órgano del cuerpo humano menos indicado para emitir sonidos dulces y armoniosos.
Al escuchar aquello, el Director, que
era un Grillo muy viejo y muy sabio, asintió varias veces con la cabeza y se
retiro, satisfecho de que en la Escuela todo siguiera como en sus tiempos.
Augusto Monterroso
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La travesía
Morena y baja. Sumisa. Apenas un relámpago
en los ojos cuando se le tiró encima desde el mismo caballo. Que los otros recogieran
víveres, él tenía más hambre de mujer que de comida. Y siempre habría algo después
de la ruca, cuando sus tripas pegadas le avisaran la razón por la que estaba
allí.
Ahora, satisfecho, podía regodearse con
los senos oscuros, con esa carne generosa que se le entregaba para montarla una
y otra vez en medio de oleadas de olor a hembra que le sacarían por fin de las
narices el hedor de los muertos y borrarían con sus gemidos el alarido de los
buitres que los habían acompañado en horrendo cortejo de ese camino
interminable.
Apoderarse de Chili, mientras penetraba
nuevamente a la mujer. Volver a Sierra Brava, yo, Juan González; volver rico y
joven, hacerme de las tierras que son mías, buscar una mujer digna de mí, una
heredad, vivir. Él no era como el Tuerto, que con todo lo admirable que era como
jefe, estaba condenado a permanecer para siempre en esas tierras inhóspitas, juntando
la riqueza de la Nueva Toledo para un hijo mestizo porque el manchego no era
nadie en la Patria, apenas si un indiano más, iletrado e ilegítimo, incapaz de
lucir otro apellido que el de su tierra origen.
A mí no me pasará así, mordiendo
ferozmente las nalgas firmes, apretando los brazos tostados y fuertes,
buscando, buscándola en un dolor insaciable, buscando también ese oro esquivo que
corría en dichos de boca en boca, pero que no quería aparecer para que él cumpliera
sus sueños y pudiera cargar un barco que lo llevara a España, antes que la locura
exuberante de esta tierra nueva lo agarrara a él también y lo transformara en
otro Almagro, buscando siempre más allá del horizonte.
Para Juan González era la primera aventura. Y la última gritó a la india en un: ¡Dime Juan! ¡Dime Juan! Desesperado, porque hacía meses que no oía su nombre en garganta de mujer; asustándola en el forcejeo feroz de dónde está el oro, porque a ratos parecía que nunca llegarían, porque tú no entiendes mi idioma ni puedes pronunciar mi nombre, porque yo no entiendo tampoco tu cara impávida, porque ahora cuando te deje, desgraciada, tendremos que subir nuevamente la quebrada hacia el desierto y seguir y seguir.
Margarita Niemeyer
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El tapiz del virrey
Cuando el virrey subió a su coche
con la virreina, para dirigirse al baile en casa del marqués, el criado mulato se
quedó escondido en un rincón del patio, hasta que cesaron todos los ruidos del
palacio. Sacó entonces una inmensa llave, y abrió la puerta del salón central.
Encendió una antorcha y se situó ante el gran tapiz que adornaba el fondo del
salón, y que representaba una hermosa escena de bacantes y caballeros desnudos.
El mulato extendió las manos y acarició
el cuerpo de una Diana que se adelantaba sobre el tapiz. Murmuraba en voz baja,
hasta que de pronto gritó:
-¡Venid! ¡Danzad!
Los personajes tomaron movimiento y
fueron descendiendo al salón. Comenzó la música del Sabbat, y la danza de los cuerpos
en medio de las antorchas. Ante el mulato, los personajes del tapiz iban
cumpliendo el rito de adoración al macho cabrío.
Diana permanecía a su lado, besándole
de vez en cuando con golosa codicia.
Después de consumidas las viandas del
banquete, vino el momento de la fornicación, hasta que sonó el canto del gallo y
los personajes se fueron metiendo uno tras otro en el tejido. Sólo quedaron trenzados
en el suelo, Diana y el mulato, al cual encontraron a la mañana siguiente
desnudo y muerto en el suelo con unos desconocidos pámpanos manchados de sangre
en la mano. Diana no estaba en el tapiz…
Pedro Gómez Valderrama
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El fabulista y sus críticos
En al Selva vivía hace mucho tiempo
un Fabulista cuyos criticados se reunieron un día y lo visitaron para quejarse
de él (fingiendo alegremente que no hablaban por ellos sino por otros), sobre la
base de que sus críticas no nacían de la buena intención sino del odio.
Como él estuvo de acuerdo, ellos se
retiraron corridos, como la vez que la Cigarra se decidió y dijo a la Hormiga todo
lo que tenía que decirle.
Augusto Monterroso
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El tiempo de Borges
Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nuestro destino (a diferencia del infierno de Swedenborg y del infierno de la mitología tibetana) no es espantoso por irreal; es espantoso porque es irreversible y de hierro. El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego: el Mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges.
Jorge Luis Borges
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El conejo y el león
Un célebre psicoanalista se encontró
cierto día en medio de la selva, semiperdido. Con la firmeza que dan el instinto
y el afán de investigación logró finalmente subirse a un altísimo árbol desde el
cual pudo observar a su antojo no sólo la lenta puesta del sol sino además la vida
y costumbres de algunos animales, que comparó una y otra vez con las de los
humanos.
Al caer la tarde vio aparecer, por una
lado, al Conejo; por otro, al León. En un principio no sucedió nada digno de
mencionarse, pero poco después ambos animales sintieron sus respectivas presencias
y, cuando toparon el uno con el otro, cada cual reaccionó como lo había venido
haciendo desde que el hombre era hombre.
El León estremeció la selva con sus rugidos,
sacudió la melena majestuosamente como era su costumbre y hendió el aire con sus
garras enormes; por su parte, el Conejo respiró con mayor celeridad, miró un instante
a los ojos del león, dio media vuelta y se alejó corriendo.
De regreso a la ciudad el célebre psicoanalista
publicó cum laude su famoso tratado en
que demuestra que el León es el animal más infantil y cobarde de la selva, y el
conejo el más valiente y maduro: el León ruge y hace gestos y amenaza al universo
movido por el miedo; el Conejo advierte esto , conoce su propia fuerza, y se retira
antes de perder la paciencia y acabar con aquel ser extravagante y fuera de sí,
al que comprende y que después de todo no le ha hecho nada.
Augusto Monterroso
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El árbol
Vivo en una casa no lejos de la
carretera. Junto a esa carretera, a la entrada de la curva, crece un árbol.
Cuando yo era niño, la carretera aún
era un camino de tierra. Es decir, polvorienta en verano, fangosa en primavera y
en otoño, y en invierno cubierta de nieve igual que los campos. Ahora es de asfalto
en todas las estaciones del año.
Cuando yo era joven, por el camino
pasaban carros de campesinos arrastrados por bueyes, y sólo entre la salida y
la puesta del sol. Los conocía todos, porque eran de por aquí. Eran más raros
los carros de caballos. Ahora los coches corren por la carretera de día y de noche.
No conozco ninguno, aparecen de no se sabe dónde y desaparecen hacia no se sabe
dónde.
Sólo el árbol ha quedado igual,
verde desde la primavera hasta el otoño. Crece en mi parcela.
Recibí un escrito de la Autoridad. ‘Existe el peligro –decía el escrito- de que un coche pueda chocar
contra el árbol, ya que el árbol crece en la curva. Por lo tanto, hay que talarlo’. Me quedé preocupado. Llevaban razón. Efectivamente, el árbol
está junto a la curva, y cada vez hay más coches que cada vez corren más rápido
y sin prudencia. En cualquier momento puede chocar alguno contra el árbol. Así
que tomé una escopeta de dos cañones, me senté bajo el árbol y, al ver acercarse
al primero, disparé. Pero no acerté. Por eso me arrestaron y me llevaron a juicio.
Traté de explicar al tribunal que había
fallado únicamente porque mi vista ya no es buena, pero qe si me dieran unas gafas
seguro que acertaba. No sirvió de nada.
No hay justicia. Es verdad que un coche
puede chocar contra un árbol y dañarlo. Pero sólo con que me dieran unas gafas y algo de munición,
me quedaría sentado vigilando. ¿A qué tanta prisa para talar un árbol si hay otros
métodos que pueden protegerlo den un accidente?
Y no les costaría nada, aparte de la
munición. ¿Acaso es un gasto excesivo?
Alawomir Mrozek
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El camaleón que finalmente no sabía de qué color ponerse
En un país muy remoto, en plena selva
se presentó hace muchos años un tiempo malo en el que el Camaleón, a quien le
había dado por la política, entró en un estado de total desconcierto, pues los
otros animales, asesorados por la Zorra, se habían enterado de sus artimañas y
empezaron a contrarrestarlas llevando día y noche en los bolsillos juegos de diversos
vidrios de colores para combatir su ambigüedad e hipocresía, de manera que cuando
él estaba morado y por cualquier circunstancia del momento necesitaba volverse,
digamos, azul, sacaban rápidamente un cristal rojo a través del cual lo veían,
y para ellos continuaba siendo el mismo camaleón morado, aunque se condujera como
Camaleón azul; y cuando estaba rojo y por motivaciones especiales se volvía
anaranjado, usaban el cristal correspondiente y lo seguían viendo tal cual.
Esto sólo en cuanto a los colores
primarios, pues el método se generalizó tanto que con el tiempo no había ya quien
no llevara consigo un equipo completo de cristales para aquellos casos en que
el mañoso se tornaba completamente grisáceo, o verdiazul, o de cualquier color
más o menos definido, para dar el cual eran necesarias tres, cuatro o cinco superposiciones
de cristales.
Pero lo bueno fue que el Camaleón,
considerando que todos eran de su condición adoptó también el sistema. Entonces
era cosa de verlos a todos en las calles sacando y alternando cristales a medida
que cambiaban los colores, según el clima político o las opiniones políticas prevalecientes
ese día de la semana o a esa hora del día o de la noche.
Como es fácil comprender, esto se
convirtió en una especie de peligrosa confusión de las lenguas; pero pronto los
más listos se dieron cuenta de que aquello sería la ruina general si no se reglamentaba de alguna manera, a menos
de que todos estuvieran dispuestos a ser cagados y perdidos definitivamente por
los dioses, y restablecieron el orden.
Además de lo estatuido por el Reglamento
que se redactó con ese fin, el derecho consuetudinario fijó por su parte reglas
de refinada urbanidad, según las cuales, si alguno carecía de un vidrio de
determinado color urgente para disfrazarse o para descubrir el verdadero color de
alguien, podía recurrir a sus propios enemigos para que se lo prestaran, de acuerdo
con su necesidad del momento, como sucedía entre las naciones más civilizadas.
Sólo el León que por entonces era el
Presidente de la Selva se reía de unos y
de otros, aunque a veces socarronamente jugaba también un poco a lo suyo, por
divertirse. De esa época viene el dicho de que:
‘Todo camaleón es según el color
del cristal con que se mira.’
Augusto Monterro
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La trama
Para que su horror sea perfecto, César,
acosado al pie de la estatua por los impacientes puñales de sus amigos,
descubre entre las caras y los aceros la de Marco Bruto, su protegido, acaso su
hijo, y ya no se defiende y exclama. ¡Tú también, hijo mío! Shakespeare y
Quevedo recogen el patético grito.
Al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías: diecinueve siglos después, en el sur de la provincia de Buenos Aires, un gaucho es agredido por otros gauchos y, al caer, reconoce a un ahijado suyo y le dice con mansa reconvención y lenta sorpresa (estas palabras hay que oírlas, no leerlas). ¡Pero, che! Lo mataron y no sabe que muere para que se repita una escena.
Jorge Luis Borges
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Instrucciones para llorar
Dejando de lado los motivos, atengámonos
a la manera correcta de llorar, entendiendo por esto un llanto que no ingrese en
el escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y torpe semejanza. El
llanto medio u ordinario consiste en una contracción general del rostro y un
sonido espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al fianal, pues
el llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente. Para llorar,
dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber
contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto
de hormigas, o en esos golfos del Estrecho de Magallanes en los que no entra nadie,
nunca. Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando ambas manos con
la palma hacia dentro. Los niños llegarán con la manga del saco contra la cara,
y de preferencia en un rincón del cuarto. Duración media del llanto, tres minutos.
Julio Cortázar
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