La hormiga que odiaba al león
Esa hormiga odiaba al león.
Tardó diez mil años pero se lo comió todo, poco a poco, sin que él se diera
cuenta.
Max Aub
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Cuando soy feliz… no escribo
A veces escribimos a partir de una línea
que nos está atravesando la garganta y hay que expulsarla fuera porque nos
ahoga. Frases tontas o imágenes como “removía la nieve con un palo porque
siempre soñaba con encontrar tesoros tras los deshielos…” u otras más solemnes
como “a veces regresa en la forma de un
mal pensamiento.”
Escribir es una pulsión que no se
domina, una reflexión que a ratos nos explica qué nos ocurre por dentro, en una
alteridad privada donde todo queda demasiado lejos.
Cuando tengo miedo, escribo; cuando me
desgarro, escribo; cuando me esfuerzo, escribo; cuando no entiendo, escribo y
me explico el mundo. Cuando soy feliz, no escribo.
La lectura de otros, me escribe. Los diccionarios me parten y descomponen las palabras que eran familiares y adquieren
de pronto nuevas relaciones de parentesco. Las palabras se transforman en
sensaciones, en imágenes, evocaciones de olores o sonidos, es como si fuera la
luz tenue de una linterna que guía en la oscuridad hacia la certeza final, o
hacia el callejón donde las palabras y yo nos damos de cabezazos sin poder arribar
a una salida.
Amor-odio-desgarro o sólo llegar a una historia, la simpleza de contarla, o si artificio, sin más pretensión que habitar en otros durante el tiempo que dure el antiguo “había una vez”, palabras, nada más.
Pía Barros
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Allí donde los reinos se confunden
Cada noche el prejuicio llegaba hasta mi cama para roerme la puntilla del
ánimo. Llegaba sigiloso, rodando cual bolita negra, y me roía. En realidad
salía de su agujero, ratón minúsculo y avieso, para morderme el queso del alma.
Traté de espantarlo, pero permanecía aferrado a su presa, sin soltar bocado: no
me temía. Recordé la máquina roja de capolar, que mi madre usaba en las
matanzas, e imaginé al prejuicio triturado entre sus cuchillas. Inútil: cada
vez que lo imaginaba, el impertinente ratón se refugiaba en su agujero. Nunca
llegué a tiempo.
Misterios de la frontera, raya de la lucidez.
Félix
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La marcha del caracol
Me ibas a contar algún día.
Elizabeth, que el caracol avanzó por la pared y tú, desde la cama, levantaste
la cabeza y primero viste la estela plateada del molusco, la seguiste con la
mirada tan lentamente que tardaste varios segundos en llegar al caparazón opaco
que se desplazaba por la pared del cuarto del hotel. Te sentías adormilada y
estabas ahí, con el cuello alargado y las manos escondidas en las axilas; sólo
viste un caracol sobre el muro de pintura verde desflecada. Javier había
manipulado las persianas y el cuarto estaba en penumbra. Ahora desempacaba. Tú,
recortada en la cama, lo viste librar las correas de esta maleta de cuero azul,
correr al zipper y levantar la tapa. Al mismo tiempo, Javier levantó la cabeza
y vio otro caracol, éste veteado de gris, que permanecía inmóvil, escondido
dentro de su caparazón. El primer caracol se iba acercando al detenido. Javier
bajó la mirada y admiró el perfecto orden en que había dispuesto las prendas
que escogió para el viaje. Tú doblaste la rodilla hasta unir el talón a la
nalga y te diste cuenta de que había otro caracol sobre la pared. El primero se
detuvo cerca del segundo y asomó la cabeza con los cuatro tentáculos. Tú te
alisaste la falda con la mano y viste la boca del caracol, rasgada en medio de
esa cabeza húmeda y corneada. El otro caracol asomó la cabeza. Las dos conchas
parecían hélices pegadas a la pared y derramaban su baba. Lo tentáculos
hicieron contacto. Tú abriste los ojos y quisiste escuchar mejor,
microscópicamente. Los dos cuerpos blancos y babosos salieron lentamente de las
conchas y en seguida, con el suave vigor de sus pieles lisas, se trenzaron.
Javier, de pie, los miró y tú, recostada, soltaste los brazos. Los moluscos
temblaron ligeramente antes de zafarse con lentitud y observarse por un momento
y luego regresaron sus cuerpos secos y arrugados a las cuevas húmedas del
caparazón. Alargaste la mano y encontraste un paquete de cigarrillos sobre la
mesa de noche. Encendiste uno, frunciste el entrecejo. Javier sacó de la maleta
los pantalones de lino azul, los de lino crema, los de seda gris y los estiró,
pasó la mano sobre las arrugas y los colgó en los gachos que sonaron como
cascabeles de fierro cuando abrió el armario del año de la nana, los corrió,
escogió los menos torcidos y regresó a la maleta detenida sobre el borde de la cama. Tú observaste
todos sus movimientos y reíste con el cigarrillo apoyado contra la mejilla.
-Cualquiera diría que piensas
quedarte a vivir aquí.
Carlos Fuentes
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Borges, el palabrista: 40
(Recogido por Esteban Peicovich)
Estoy sumamente alarmado, pues la Biblia recomienda vivir hasta los setenta y, pasado de ahí, según las Sagradas Escrituras, todo es pesadumbre y tristeza. Mi corazón camina perfectamente, lo cual es malo, porque así no puedo esperar la bendición de un ataque cardiaco.
Jorge Luis Borges
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