La marcha del caracol
Me ibas a contar algún día.
Elizabeth, que el caracol avanzó por la pared y tú, desde la cama, levantaste
la cabeza y primero viste la estela plateada del molusco, la seguiste con la
mirada tan lentamente que tardaste varios segundos en llegar al caparazón opaco
que se desplazaba por la pared del cuarto del hotel. Te sentías adormilada y
estabas ahí, con el cuello alargado y las manos escondidas en las axilas; sólo
viste un caracol sobre el muro de pintura verde desflecada. Javier había
manipulado las persianas y el cuarto estaba en penumbra. Ahora desempacaba. Tú,
recortada en la cama, lo viste librar las correas de esta maleta de cuero azul,
correr al zipper y levantar la tapa. Al mismo tiempo, Javier levantó la cabeza
y vio otro caracol, éste veteado de gris, que permanecía inmóvil, escondido
dentro de su caparazón. El primer caracol se iba acercando al detenido. Javier
bajó la mirada y admiró el perfecto orden en que había dispuesto las prendas
que escogió para el viaje. Tú doblaste la rodilla hasta unir el talón a la
nalga y te diste cuenta de que había otro caracol sobre la pared. El primero se
detuvo cerca del segundo y asomó la cabeza con los cuatro tentáculos. Tú te
alisaste la falda con la mano y viste la boca del caracol, rasgada en medio de
esa cabeza húmeda y corneada. El otro caracol asomó la cabeza. Las dos conchas
parecían hélices pegadas a la pared y derramaban su baba. Lo tentáculos
hicieron contacto. Tú abriste los ojos y quisiste escuchar mejor,
microscópicamente. Los dos cuerpos blancos y babosos salieron lentamente de las
conchas y en seguida, con el suave vigor de sus pieles lisas, se trenzaron.
Javier, de pie, los miró y tú, recostada, soltaste los brazos. Los moluscos
temblaron ligeramente antes de zafarse con lentitud y observarse por un momento
y luego regresaron sus cuerpos secos y arrugados a las cuevas húmedas del
caparazón. Alargaste la mano y encontraste un paquete de cigarrillos sobre la
mesa de noche. Encendiste uno, frunciste el entrecejo. Javier sacó de la maleta
los pantalones de lino azul, los de lino crema, los de seda gris y los estiró,
pasó la mano sobre las arrugas y los colgó en los gachos que sonaron como
cascabeles de fierro cuando abrió el armario del año de la nana, los corrió,
escogió los menos torcidos y regresó a la maleta detenida sobre el borde de la cama. Tú observaste
todos sus movimientos y reíste con el cigarrillo apoyado contra la mejilla.
-Cualquiera diría que piensas
quedarte a vivir aquí.
Carlos Fuentes
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