Allí donde los reinos se confunden
Cada noche el prejuicio llegaba hasta mi cama para roerme la puntilla del
ánimo. Llegaba sigiloso, rodando cual bolita negra, y me roía. En realidad
salía de su agujero, ratón minúsculo y avieso, para morderme el queso del alma.
Traté de espantarlo, pero permanecía aferrado a su presa, sin soltar bocado: no
me temía. Recordé la máquina roja de capolar, que mi madre usaba en las
matanzas, e imaginé al prejuicio triturado entre sus cuchillas. Inútil: cada
vez que lo imaginaba, el impertinente ratón se refugiaba en su agujero. Nunca
llegué a tiempo.
Misterios de la frontera, raya de la lucidez.
Félix
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