Rosas
Soñabas con rosas envueltas en papel de seda para tu aniversario de boda, pero él jamás te las dio. Ahora te las lleva todos los domingos al panteón.
Alejandra Basualto
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Dejar
de ser mono
El espíritu de investigación no tiene límites. En los Estados Unidos y en Europa han descubierto a últimas fechas que existe una especie de monos hispanoamericanos capaces de expresarse por escrito, réplicas quizá del mono inteligente que a fuerza de teclear una máquina termina por escribir de nuevo, azarosamente los sonetos de Shakespeare. Tal cosa, como es natural, llena a estas buenas gentes de asombro, y no falta quien traduzca nuestros libros, ni, mucho menos, ociosos que los compren, como antes compraban las cabecitas reducidas de los jíbaros. Hace más de cuatro siglos que Fray Bartolomé de las casas pudo convencer a loa europeos de que éramos humanos y de que teníamos un alma porque nos reíamos ahora quieren convencerse de lo mismo porque escribimos.
Raulina Yagán Yagán
Raulina Yagán Yagán, la última Yámana de
Tekenica y de Ukika, poblados de nutrias y sembraderos vecinos a la crueldad de
las redes y el mar, murió un diez y siete de abril de mil novecientos ochenta y
siete. Paulina Yagán Yagán no dejó más descendencia que algún tejido a telar,
que la infeliz hubo de hacer para sobrevivir porque el mínimo empleo repelió su
oficio de entrelazadora de canastos y canoas en miniatura. Y así Raulina Yagán
Yagán, la última Yámana de Tekenica y de Ukika, subió a los cielos donde Pedro,
en nombre de Dios Padre Todo Poderoso, la recibió:
-¿Tú?
-Raulina
Yagán Yagán –repuso la indígena con la cabeza gacha, y luego agregó-
Annulalaya…
-¿Qué
dice? – la interrogó el blanco Santo.
-¿Los
he dejado! ¡Ya los he dejado! ¿Dónde puedo encontrar a mi padre, Dios Yámana?
-¿Tu
Dios padre Yámana? ¿Te refieres al Dios Padre de los Yaganes? –insistió algo
desconcertado el bueno de Pedro.
-¡Sí!.
Sí, sí –se esperanzó Raulina Yagán Yagán.
-Murió, Raulina, tu padre murió el diez y siete de abril de mil novecientos ochenta y siete, en la tarde.
Astrid Fugellie
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Conducta en los velatorios
No vamos por el anís, ni porque hay que
ir. Ya se habrá sospechado: vamos porque no podemos soportar las formas más
solapadas de la hipocresía. Mi prima segunda, la mayor, se encarga de
cerciorarse de la índole del duelo, y si es de verdad, si se llora porque
llorar es lo único que les queda a esos hombres y a esas mujeres entre el olor
a nardos y a café, entonces nos quedamos en casa y lo acompañamos desde lejos.
A lo sumo mi madre va un rato y saluda en nombre de la familia; no nos gusta
interponer insolentemente nuestra vida ajena a ese diálogo en la sombra. Pero
si de la pausada investigación de mi prima surge la sospecha de que en un patio
cubierto o en la sala se han armado los trípodes del camelo, entonces la
familia se pone los mejores trajes, espera a que el velorio esté a punto, y se
va presentando de a poco pero implacablemente.
En Pacífico las cosas ocurren casi
siempre en un patio con macetas y música de radio. Para estas ocasiones los
vecinos condescienden a apagar las radios, y quedan solamente los jazmines y
los parientes, alternándose contra las paredes. Llegamos de a uno o de a dos,
saludamos a los deudos a quienes se reconoce fácilmente porque lloran apenas
ven entrar a alguien, y vamos a inclinarnos ante el difunto, escoltados por
algún pariente cercano. Una o dos horas después toda la famila está en la casa
mortuoria, pero aunque los vecinos nos conocen bien, procedemos como si cada
uno hubira venido por su cuenta y apenas hablamos entre nosotros. Un método
preciso ordena nuestros actos, escoge los interlocutores con quienes se departe
en la cocina, bajo el naranjo, en los dormitorios, en el zaguán, y de cuando en
cuando se sale a fumar al patio o a la calle, o se da una vuelta a la manzana
para ventilar opiniones políticas o deportivas. No nos lleva demasiado tiempo
sondear los sentimientos de los deudos más inmediatos, los vasitos de caña, el
mate dulce y los Particulares livianos son el puente confidencial; antes de
media noche estamos seguros, podemos actuar sin remordimientos. Por lo común mi
hermana la menor se encarga de la primera escaramuza; diestramente ubicada a
los pies del ataúd, se tapa los ojos con un pañuelo violeta y empieza a llorar,
primero en silencio, empapando el pañuelo a un punto increíble, después con
hipos y jadeos, y finalmente le acomete un ataque terrible de llanto que obliga
a las vecinas a llevarla a la cama preparada para esas emergencias, darle a oler
agua de azahar y consolarla, mientras las vecinas se ocupan de los parientes
cercanos bruscamente contagiados por la crisis. Durante un rato hay un amontonamiento
de gente en la puerta de la capilla ardiente, preguntas y noticias en voz baja,
encogimientos de hombros por parte de los vecinos. Agotados por el esfuerzo en
que han debió emplearse a fondo, los deudos amenguan en sus manifestaciones y
en ese miso momento mis tres primas segundas se largan a llorar sin
afectación, sin gritos pero tan conmovedoramente que los parientes y vecinos
sienten la emulación, comprenden que no es posible quedarse así descansando
mientras extraños de la otra cuadra se afligen de tal manera, y otra vez se
suman a la deploración general, otra vez hay que hacer sitio a las camas,
apantallar a señoras ancianas, aflojar el cinturón a viejitos convulsionados. Mis
hermanos y yo esperamos por lo regular este momento para entrar en la sala
mortuoria y ubicarnos junto al ataúd. Por extraño que parezca estamos realmente
afligidos, jamás podemos oír llorar a nuestras hermanas sin que una congoja infinita
nos llene el pecho y nos recuerde cosas de la infancia, unos campos cerca de
Villa Albertina, un tranvía ue chirriaba al tomar la curva de la calle General
Rodríhuez, en Bánfielf, cosas así, siempre tan tristes. No basta ver las manos
cruzadas del difunto para que el llanto nos arrase de golpe, nos obligue a taparnos
la cara avergonzados, y como cinco hombres que lloran de verdad en el velorio mientras
los deudos juntan desesperadamente el aliento para igualarnos, sintiendo que
cueste lo que cueste deben demostrar que el velorio es de ellos, que solamente
ellos tienen derecho a llorar así en esa casa. Pero son pocos, y mienten (eso
lo sabemos por mi prima segunda la mayor, y nos da fuerzas). En vano acumulan
los hipos y los desmayos, inútilmente los vecinos más solidarios los apoyan en
sus consuelos y sus reflexiones, llevándolos y trayéndolos para que descansen
y se reincorporen a la lucha. Mis padres y mi tío el mayor nos reemplazan
ahora, hay algo que impone respeto en el dolor de tos ancianos que han venido
desde la calle Humboldt, cinco cuadras contando desde la esquina, para velar al
finado. Los vecinos más coherentes empiezan a perder pie, dejan caer a los
deudos, se van a la cocina a beber grapa y a comentar, algunos parientes,
extenuados por una hora y media de llanto sostenido, duermen estertorosamente.
Nosotros nos relevamos en orden, aunque sin dar impresión de nada preparado:
antes de las seis de la mañana somos los dueños indiscutibles del velorio, la
mayoría de los vecinos se han ido a dormir a sus casas, los parientes yacen en
diferentes posturas y grados de abotargamiento, el alba nace en el patio. A esas
horas mis tías organizan enérgicos refrigerios en la cocina, bebemos café
hirviendo, nos miramos brillantemente al cruzarnos en el zaguán o los
dormitorios; tenemos algo de hormigas yendo y viniendo, frotándose las antenas
al pasar. Cuando llega el coche fúnebre las disposiciones están tomadas, mis
hermanas llevan a los parientes a despedirse del finado antes del cierre del
ataúd, los sostienen y confortan mientras mis primas y mis hermanos se van
adelantando hasta desalojarlos, abreviar el último adiós y quedarse solos junto
al muerto. Rendidos, extraviados, comprendiendo vagamente, pero incapaces de reaccionar,
los deudos se dejan llevar y traer, beben cualquier cosa que se les acerca a
los labios y responden con vagas protestas inconsistentes a las cariñosas
solicitudes de mis primas y mis hermanas. Cuando es hora de partir y la casa
está llena de parientes y amigos, una organización invisible, pero sin brechas,
decide cada movimiento, el director de la funeraria acata las órdenes de mi
padre, la remoción del ataúd se hace de acuerdo con las indicaciones de mi tío
el mayor. Alguna que otra vez los parientes llegados a último momento adelantan
una reivindicación destemplada; los vecinos, convencidos ya de que todo es como
debe ser, los miran escandalizados y les obligan a callarse. En el coche de
duelo se instalan mis padres y mis tíos, mis hermanos suben al segundo, y mis
primas condescienden a aceptar a alguno de los deudos del tercero, donde se ubican envueltas en grandes pañoletas negras y moradas. El resto sube donde
puede, y hay parientes que se ven precisados a llamar un taxi. Y si algunos
refrescados por el aire matinal y el largo trayecto, traman una reconquista en
la necrópolis, amargo es su desengaño. Apenas llega el cajón al peristilo, mis
hermanas rodean al orador designado por la familia o los amigos del difunto, y
fácilmente reconocible por su cara de circunstancias y el rollito que le abulta
el bolsillo del saco. Estrechándole las manos, le empapan las solapas con sus
lágrimas, lo palmean con un blando sonido de tapioca, y el orador no puede
impedir que mi tío, el menor, suba a la tribuna y abra los discursos con una
oración que es siempre un modelo de verdad y discreción. Dura tres minutos, se
refiere exclusivamente el difunto, acota sus virtudes, y da cuenta de sus
defectos, sin quitar humanidad a nada de lo que dice. está profundamente
empecinado, y a veces le cuesta terminar. Apenas ha bajado, mi hermano el mayor
ocupa la tribuna y se encarga del panegírico en nombre del vecindario, mientras
el vecino designado a tal efecto trata de abrirse paso entre mis primas y
hermanas que lloran colgadas de su chaleco. Un gesto afable pero imperioso de
mi padre moviliza al personal de la funeraria; dulcemente empieza a rodar el
catafalco, y los oradores oficiales se quedan al pie de la tribuna, mirándose y
estrujando los discursos en sus manos húmedas. Por lo regular no nos molestamos
en acompañar al difunto hasta la bóveda o sepultura, sino que damos media
vuelta y salimos todos juntos, comentando las incidencias del velorio. Desde
lejos vemos cómo los parientes corren desesperadamente para arreglar alguno de
esos cordones del ataúd y se pelean con los vecinos que entretanto se han
posesionado de los cordones y prefieren llevarlos ellos a que los lleven los parientes.
Julio Cortázar
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