El
prestigio de los besos
Los veranos son tiempos para recordar o
para crear los recuerdos que viviremos más tarde. Hay algo en el sol abrasador,
en el brillo deslumbrante, que nos vuelve hacia atrás, cuando los besos eran
una promesa escrita en la ventana. Nos preparábamos todo el invierno de los
trece años, practicando con el vidrio frío, los besos futuros que daríamos en
verano.
No era cosa de reprobar el curso,
generalmente dado por una amiga más avezada o por la prima que simulaba saberlo
todo ante nuestra inocencia torpe. El prestigio de ser de aquellas que habían
besado, nos garantizaba un lugar en el grupo selecto de las que hablaban “cosas
de grandes”, cosas importantes, como asuntos de maquillajes, chicos y cómo
bailar, (ese era otro curso impartido entre amigos, que enseñaban cómo bailar
sin ser apretada, aunque lo que más quisieras era ser apretada por el
espinilludo de turno).
Los besos fueron prestigiosos, admirados
en el cine y en la televisión que daba Cine en su Casa a la hora en que
simulábamos hacer las tareas, siempre mirando por el rabillo del ojo la pantalla
mientras dibujábamos bocas y besos en los cuadernos. Hubo dictadores como
Franco, que para desincentivar los “malos” comportamientos”, mandaba a la
censura a cortar innumerables escenas de películas en la parte del beso, lo que
generaba la idea aterradora de que la simple proximidad embarazaba, puesto que
después de la tijera, los protagonistas aparecían con niños recién nacidos y
maridos en el brazo. Las abuelas españolas deben haberse sentido en los cielos
con esta metodología del terror.
Las bocas estaban en canciones, en
pinturas, en fuentes de agua desde cuyos labios manaba líquido frío. Parecían
seguir y acosar nuestro imaginario, que soñaba con ese primer beso. En mi caso,
fue decepcionante. Aterrada, vi como el muchacho tembloroso, tan aterrado como
yo, se inclinaba hacia mí. No cerré los ojos, para registrar en mi memoria cada
instante. Iba bien el contacto de labios, hasta que una lengua gomosa se
introdujo echándolo todo a perder, la náusea me invadió y corrí a casa. Cuando
mis amigas ansiosas inquirieron “¿Escuchaste campanitas?”, impelida a mentir,
contesté: “Sí, campanitas”.
Después, tras largas prácticas,
comprendí el porqué de su valor.
Ahora que el verano está en la ventana,
y que tantos besos han dejado su piel sobre los recuerdos, me gustaría volver a
sentir la intensidad de esos besos imaginados, que no se comparan a los de
verdad.
Aunque los besos hayan perdido
prestigio, los veranos nos despiertan la piel a ellos.
Pía Barros
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