La hiena
La descripción de las hienas debe
hacerse rápidamente y casi como al pasar: triple juego de aullidos, olores
repelentes y manchas sombrías. La punta de plata se resiste, y fija a duras
penas la cabeza de mastín rollizo, las reminiscencias de cerdo y de tigre
envilecido, la línea en declive del cuerpo escurridizo, musculoso y rebajado.
Un momento. Hay que tomar también
algunas huellas esenciales del criminal: la hiena ataca en montonera a las
bestias solitarias, siempre en despoblado y con hocico repleto de colmillos. Su
ladrido espasmódico es modelo ejemplar de la carcajada nocturna que trastorna
el manicomio. Depravada y golosa, ama el fuerte sabor de las carnes pasadas, y
para asegurarse el triunfo en las filas amorosas, lleva un bolsillo de almizcle
corrompido entre piernas.
Antes de abandonar a este cerbero abominable del reino feroz, al necrófilo entusiasmado y cobarde, debemos hacer una aclaración necesaria: la hiena tiene admiradores y su apostolado no ha sido vano. Es tal el animal que más prosélitos ha logrado entre los hombres.
Juan José Arreola
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