domingo, 7 de octubre de 2018


La estepa rusa

Cuando yo fui monaguillo, anduve un día por a estepa rusa; aunque yo la estepa rusa sólo la he visto en una lámina de la enciclopedia de la escuela y en un libro muy grande de estampas que había allí, y, otra ¡vez, en un cine que pusieron: una gran extensión de tierra, blanca y dura por la helada, y como con cristalillos incrustados; o como una sábana inmensa, cuando estaba nevada, que no se acababa nunca, y, no se veían nada más que de vez en cuando unos árboles y un pueblo, o una iglesia  con las torres redondas.
Y así, también era, cuando íbamos aquel cura don Agustín, y nosotros Alipio y yo, que éramos los monaguillos y le acompañábamos, nosotros montados en la burra, y a pie don Agustín, y todo estaba blanco de la escarcha, como si hubiera nevado o mas; y aunque sólo era dos kilómetros hasta el otro pueblo, parecía una estepa, y era muy bonito; que sólo cuando estábamos ya encima vimos el humo de alguna chimenea, y nos parecía el pueblo blanco un barco, o como el chorro de una ballena dijo Alipio, a ver si don Agustín nos contaba lo de la ballena de Jonás que tanto nos gustaba. Pero don Agustín no hablaba. Íbamos a enterrar a un hombre pobre, que era muy joven y se había caído de un andamio, y cuando ya llegó el médico estaba agonizando, que no se podía haber salvado, dijo. Y su  mujer no quería enterrarlo, porque no se quería separar de aquel cuerpo. Se había casado en noviembre, y ese día de los santos Inocentes ya estaba allí muerto.
Habían sido los vecinos los que habían avisado a don Agustín a nuestro pueblo, porque el otro pueblo era sólo una alquería con seis o siete casas, y fuimos también nosotros porque allí los chicos eran todavía muy pequeños y no podían hacer de monaguillos. Pero cuando llegamos, comenzó a gritar como una loca, y luego ya, a llorar muy despacio que es lo que te da más tristeza, y tuvieron que sujetarla unos hombres mientras don Agustín comenzó a cantar las cosas tan tristes del entierro, y nosotros contestábamos. El ataúd iba en un carro, porque no había más hombres para llevarlo, y así fuimos hasta el camposanto que estaba todo blanco también como en el libro de estampas de la escuela donde se veía también una tumba, sólo que allí junto a unos árboles que la cobijaban, y aquí era como un cuchitril con yerbajos y diez o doce cruces viejas. Así que ya lo enterramos al hombre pobre, y nos volvimos: nosotros otra vez en la burra y a pie don Agustín, como a la ida. Y como ya estaba casi anocheciendo, se parecía que íbamos por la estepa rusa, y era muy bonito. Pero que si era verdad, don Agustín, decía Alipio y le decía yo que le preguntase, que a Jonás se lo había tragado una ballena, y, luego, lo había devuelto sano y salvo. Pero don Agustín no hablaba. Y entonces, le decía yo a Alipio que le preguntase si era verdad, don Agustín, que la burra de Balaán vio una vez un ángel. Pero don Agustín no hablaba: y sólo ya, cuando estábamos llegando al pueblo de vuelta, aunque todavía parecía muy lejos, dijo de repente don Agustín: ¡Pobrecilla mujer!” ¿no?. Y ya nos callamos también nosotros, arropándonos bien con la manta y continuamos andando; todavía mucho tiempo, nos pareció a nosotros.

José Jiménez Lozano

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martes, 2 de octubre de 2018

¡Para lo que hay que ver…! 

 -Total…, no tienes Polifema, sólo ovejas… -le dijo Ulises al cíclope, mientras aceraba en el fuego el palo cegador. 

 Félix 

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miércoles, 26 de septiembre de 2018


Amores entre Guardián y Casuarina

Plaza pública. Guardián enamorado de casuarina (secretamente, incluso para sí mismo). Recorte del presupuesto municipal. Guardian trasladado a tareas de oficina. Casuarina languidece. Guardián languidece. Patéticos encuentros nocturnos. Con el correr de los días, casuarina transformada en palo borracho. Murmuraciones en el barrio. Una noche, trágico parto prematuro: vástago discretamente enterrado. Previsible crecimiento in situ de una planta desclasada y rebelde que se niega a permanecer atada a sus raíces pero tampoco quiere estudiar y bebe desordenadamente cerveza sentada en el cordón de la vereda.

Ana María Shua

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jueves, 20 de septiembre de 2018


Enemistados V

Desde mi esquina, sentadito en mi silla de anea, les vi venir:
Detrás de aquella joven pletórica y lozana, venía, acechante y carcamal, el viejo Tiempo, con los ojos saltones y la cara verdosa de libidinosa clorofila.
-Ríjoso vejestorio –le espete indignado- ¡Nunca te perdonaré que ajes a las muchachas!
-Jajajá, ¡envidia que me tienes! –me soltó el zafio zamacuco.

Félix

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viernes, 14 de septiembre de 2018


Heliotropos

El hombre es bípedo y andante por error biológico. De lo contrario, volaría. La evolución tiende a las congruencias, y el volar con naturalidad hubiera sido una de ellas. Todo estaba preparado para ese brillante comienzo. Porque volar era lo suyo. Una oportunidad única que le daba el Tiempo, entonces lento y generoso.
Por error o inclinación, prefirió el largo y tortuoso hecho de erguirse para reptar como un inválido (está a la vista que caminar sólo con dos pies es una de las costumbres más absurdas y antiestéticas) recorriendo el planeta, que, de paso, depredó escrupulosamente. A partir de entonces, el resto de los vivientes le llamó Dos Patas, triste nombre con el que lo reconoce la memoria biológica.
Pegado a la Tierra, a la que, por su naturaleza de evadido, no pertenece cabalmente, su comportamiento, debido a esta circunstancia, es el de un parásito, o como el de un pequeño y pernicioso gusano del universo, según la vio la implacable lupa del irlandés Jonathan Awift.
La Tierra estaba lista, como un regalo del tiempo en su primer milenio, para ser el descanso del vuelo, la mesa tendida llena de alimentos, un árbol en el diluvio. Pero él prefirió convertirla en cárcel, y como tal la ama, aunque a veces, en sueños, añora los espacios planetarios.
Cada vez es consciente de la pérdida, dice que aquí abajo tiene como sustituto el vuelo del amor, y lo esgrime como respuesta a esa carencia fundamental. Ignorante de que en el espacio hubiera tenido acceso a esas casi increíbles mujeres descubiertas por el poeta y astrónomo argentino Oliverio Girondo, que hacen el amor en vuelo y que cada mañana, mientras desayunas terrícolamente, si te asomas un poco a la ventana puedes ver haciéndote señas desde las nubes bajas invitándote a un regreso.
Para cazarlas inventó unos sucedáneos metálicos del vuelo, de los que ellas huyen asustadas y como olas que desde la playa se alejan mar adentro.
Acuciado por la nostalgia del paraíso perdido, últimamente construyó artefactos capaces de viajar por el cosmos. En el espacio, que pudo ser del hombre para siempre, estos pergeños, con o sin astronautas, actúan como intrusos.
En sueños, estos hombres que perdieron el espacio pueden a veces ver la Tierra-Jardín como desde lejos, ostentosa de mares azules mezclados con crepúsculos, salpicada por ínsulas extrañas, aguas súbitas, flores espasmódicas y mujeres en vuelo.
Y además verse a si mismos, muy por encima de ese globo envuelto en luz, tal como hubiera podido ser, flotando, renaciendo, arriba y abajo, como enormes mariposas transparentes y consentimiento de los grandes heliotropos

Daniel Moyano

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domingo, 9 de septiembre de 2018


Patito feo

Enclenque y flaco, todos mis hermanos se reían de mí, cuando, para superar mi autoestima, hacía cada día estiramientos y flexiones. Iniciada la carrera, me vieron penetrar aquel óvulo hermoso y, derrotados, tuvieron que tragarse sus risitas.

Fékix

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martes, 4 de septiembre de 2018


Prótesis ilustre

Entonces el Príncipe encontró a Cenicienta, pero a ella le tuvieron que amputar el pie debido a un hongo maligno que le contagió la zapatilla al ser probada por miles de mujeres.

José Juan Aboytia

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