Cuento de arena
Un día la ciudad desapareció. De cara al desierto y con los pies hundidos en la arena, todos comprendieron que durante treinta largos años habían estado viviendo en un espejismo.
Jairo Aníbal Niño
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Una historia disparatada
Les voy a contar una historia que les parecerá increíble. Una
vez cacé un alce. Me fui de cacería a los bosques de Nueva York y cacé un alce.
Así que lo aseguré sobre el parachoques de mi automóvil y
emprendí el regreso a casa por la carretera oeste. Pero lo que yo no sabía era
que la bala no le había penetrado en la cabeza, sólo le había rozado el cráneo y
lo había dejado inconsciente.
Justo cuando estaba cruzando el túnel, el alce se despertó. Así que estaba conduciendo con un
alce vivo en el parachoques, y el alce hizo señal de girar. Y en el estado de Nueva York hay una ley que prohíbe llevar un alce
vivo en el parachoques , los martes, jueves y sábados. Me entró un miedo
tremendo…
Dieron las doce de la noche y empezaron a repartir los premios a los mejores disfraces. El primer
premio fue para los Berkowitz, un matrimonio disfrazado de alce. El alce quedó
segundo. ¡Eso le sentó fatal! El alce y los Berkowitz cruzaron sus astas en la
sala de estar y quedaron todos inconscientes. Yo me dije: esta es la mía. Me llevé
el alce, lo até sobre el parachoques y salí rápidamente hacia el bosque. Pero… me había llevado a los Berkowitz.
Así que estaba conduciendo con una pareja de judíos en el parachoques. Y en el
estado de Nueva York hay una ley que los martes, los jueves y muy
especialmente los sábados…
A la mañana siguiente, los Berkowitz despertaron en medio del bosque
disfrazados de alce. Al señor Berkowitz lo cazaron, lo disecaron y lo colocaron
como trofeo en Jockey club de Nueva York. Pero les salió el tiro por la culata,
porque es un club en donde no se admiten judíos.
Regreso solo a casa. Son las dos de la madrugada y la oscuridad
es total. En la mitad del vestíbulo de mi edificio me encuentro con un hombre
del Neanderthal. Con el arco superciliar y los nudillos velludos. Creo que
aprendió a andar erguido aquella misma mañana. Había acudido a mi
domicilio en busca del secreto del fuego. Un morador de los árboles a las dos
de la mañana en mi vestíbulo.
Me quité el reloj y lo hice pendular ante sus ojos: los objetos brillantes los apaciguan. Se lo comió. Se me acercó y comenzó un zapateado sobre mi tráquea. Rápidamente recurrí a un viejo truco de los indios navajos que consiste en suplicar y chillar.
Woody Allen
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El puñal
En un cajón hay un puñal. Fue forjado en Toledo, a finales del
siglo pasado. Luis Mellán Lafinur se lo dio a mi padre, que lo trajo de Uruguay.
Otra cosa quiere el puñal. Es más que una estructura hecha de
metales; los hombres lo pensaron y lo formaron para un fin muy preciso; es, de
algún modo eterno, el puñal que anoche mató a un hombre en Tecuarembó y los
puñales que mataron a César. Quiere matar, quiere derramar brusca sangre.
En un cajón del escritorio, entre borradores y cartas,
interminablemente sueña el puñal con su sencillo sueño de tigre, y la mano se
anima cuando lo rige porque el metal se anima, el metal que presiente en cada
contacto al homicida para quien lo crearon los hombres.
A veces me da lástima. Tanta dureza, tanta fe, tan apacible e
inocente soberbia, y los años pasan, inútiles.
Jorge Luis Borges
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Circe
‘No hay sueños en mí, Ulises. No proyecto sombra sobre cosa
alguna. El mundo es como una rueda radiante que empieza a girar cada mañana
cuando abro los ojos. ¡Es todo tan sencillo! Un pájaro atraviesa el cielo:
vuela nada más. Una herramienta es brillante y dura: ha sido hecha por el
ingenio. El mar está siempre despierto; las piedras duermen siempre. Yo no seño,
Ulises: cuento: una brizna, las estrellas, el aroma del heno, la lluvia, los árboles.
Y como no quiero repetir nada, a nada le pido permanencia. La vida es como el
agua: tócala con la mano abierta y la sentirás vivir, siempre igual en su fuga.
Pero si aprietas la mano para cogerla, la pierdes. Mucha gente ha pasado, de muchas leyes y
distintos países, por esta casa a orillas del mar. Y en cada uno la felicidad
tenía un nombre diferente; pero se trataba siempre de alguna vieja y arrugada
historia que llevaban a cuestas. ¡Quédate, Ulises!’.
Agustí Bartra
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