Del ejercicio del poder
Cuando F’ang, el conductor, se sentía fatigado tras una dura jornada de labor, descansaba tres años. Y con él todo el reino.
Rodolfo Modern
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El camaleón que finalmente no sabía de qué color ponerse
En un país muy remoto, en plena selva
se presentó hace muchos años un tiempo malo en el que el Camaleón, a quien le
había dado por la política, entró en un estado de total desconcierto, pues los
otros animales, asesorados por la Zorra, se habían enterado de sus artimañas y
empezaron a contrarrestarlas llevando día y noche en los bolsillos juegos de diversos
vidrios de colores para combatir su ambigüedad e hipocresía, de manera que cuando
él estaba morado y por cualquier circunstancia del momento necesitaba volverse,
digamos, azul, sacaban rápidamente un cristal rojo a través del cual lo veían,
y para ellos continuaba siendo el mismo camaleón morado, aunque se condujera como
Camaleón azul; y cuando estaba rojo y por motivaciones especiales se volvía
anaranjado, usaban el cristal correspondiente y lo seguían viendo tal cual.
Esto sólo en cuanto a los colores
primarios, pues el método se generalizó tanto que con el tiempo no había ya quien
no llevara consigo un equipo completo de cristales para aquellos casos en que
el mañoso se tornaba completamente grisáceo, o verdiazul, o de cualquier color
más o menos definido, para dar el cual eran necesarias tres, cuatro o cinco superposiciones
de cristales.
Pero lo bueno fue que el Camaleón,
considerando que todos eran de su condición adoptó también el sistema. Entonces
era cosa de verlos a todos en las calles sacando y alternando cristales a medida
que cambiaban los colores, según el clima político o las opiniones políticas prevalecientes
ese día de la semana o a esa hora del día o de la noche.
Como es fácil comprender, esto se
convirtió en una especie de peligrosa confusión de las lenguas; pero pronto los
más listos se dieron cuenta de que aquello sería la ruina general si no se reglamentaba de alguna manera, a menos
de que todos estuvieran dispuestos a ser cagados y perdidos definitivamente por
los dioses, y restablecieron el orden.
Además de lo estatuido por el Reglamento
que se redactó con ese fin, el derecho consuetudinario fijó por su parte reglas
de refinada urbanidad, según las cuales, si alguno carecía de un vidrio de
determinado color urgente para disfrazarse o para descubrir el verdadero color de
alguien, podía recurrir a sus propios enemigos para que se lo prestaran, de acuerdo
con su necesidad del momento, como sucedía entre las naciones más civilizadas.
Sólo el León que por entonces era el
Presidente de la Selva se reía de unos y
de otros, aunque a veces socarronamente jugaba también un poco a lo suyo, por
divertirse. De esa época viene el dicho de que:
‘Todo camaleón es según el color
del cristal con que se mira.’
Augusto Monterro
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La trama
Para que su horror sea perfecto, César,
acosado al pie de la estatua por los impacientes puñales de sus amigos,
descubre entre las caras y los aceros la de Marco Bruto, su protegido, acaso su
hijo, y ya no se defiende y exclama. ¡Tú también, hijo mío! Shakespeare y
Quevedo recogen el patético grito.
Al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías: diecinueve siglos después, en el sur de la provincia de Buenos Aires, un gaucho es agredido por otros gauchos y, al caer, reconoce a un ahijado suyo y le dice con mansa reconvención y lenta sorpresa (estas palabras hay que oírlas, no leerlas). ¡Pero, che! Lo mataron y no sabe que muere para que se repita una escena.
Jorge Luis Borges
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Instrucciones para llorar
Dejando de lado los motivos, atengámonos
a la manera correcta de llorar, entendiendo por esto un llanto que no ingrese en
el escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y torpe semejanza. El
llanto medio u ordinario consiste en una contracción general del rostro y un
sonido espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al fianal, pues
el llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente. Para llorar,
dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber
contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto
de hormigas, o en esos golfos del Estrecho de Magallanes en los que no entra nadie,
nunca. Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando ambas manos con
la palma hacia dentro. Los niños llegarán con la manga del saco contra la cara,
y de preferencia en un rincón del cuarto. Duración media del llanto, tres minutos.
Julio Cortázar
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Ajedrez
El mundo ya no es lo que era. Ahora,
por ejemplo, se vive más tiempo. Yo tengo ochenta y muchos, y es poco Estoy
demasiado sano, aunque no tenga razones para estar tan sano. Pero la vida no
quiere desprenderse de mí. El que no tiene nada por que vivir tampoco tiene nada
por que morir. Tal vez sea ese el motivo.
Un día hace mucho, antes de que mis
piernas empezaran a flaquear seriamente, fui a visitar a mi hermano. No lo había
visto desde hacía más de tres años, pero seguía viviendo donde fui a visitarlo la
ultima vez. ‘Sigues vivo’, -dijo- aunque él era mayor que
yo. Me había llevado un bocadillo y él me ofreció un vaso de agua, ‘La vida es dura –dijo- , no hay quien la aguante’. Yo estaba comiendo y no contesté. No había ido allí a discutir.
Acabé el bocadillo y me bebí el agua. Mi hermano miraba fijamente hacia algún
punto situado por encima de mi cabeza. Si me hubiera levantado y él no hubiese desviado
la mirada antes, se habría quedado mirándome directamente, pero sin duda la habría
desviado. Mi hermano no se encontraba a gusto conmigo. O dicho de otro modo, no
se encontraba a gusto consigo mismo cuando estaba conmigo. Creo que tenía mala conciencia
o, al menos, no buena. Escribió una veintena de novelas muy largas, y yo sólo
unas cuantas, y además breves. Está considerado como un escritor bastante bueno,
aunque un poco guarro. Escribe mucho sobre el amor, sobre todo el amor físico,
no pregunto dónde lo habrá aprendido.
Mi hermano seguía con la mirada clavada
en algún punto situado por encima de mi cabeza, supongo que se sentía en su derecho
por las veinte novelas que tenía en el fondo trasero. Me estaban entrando ganas
de largarme sin decirle el motivo de mi visita, pero pensé que después de la
caminata que me había dado sería de tontos, así que le pregunté si le apetecía
jugar una partida de ajedrez. ‘Eso lleva mucho tiempo –dijo-
y yo ya no tengo mucho tiempo que perder. Podrías haber venido antes’. Debí levantarme y largarme en ese momento, se lo habría merecido,
pero soy demasiado cortés y considerado, es mi gran debilidad, o una de ellas. ‘No lleva más de una hora’, dije. ‘La partida sí –contestó-, pero para eso habría que añadir la excitación
posterior o el cabreo si la perdiera. Mi corazón, sabes, ya no es lo que era. Y
el tuyo tampoco, supongo’. No contesté, no tenía ganas de discutir con él sobre mi corazón,
así que dije: ‘de modo que tienes miedo a morir. Vaya, vaya’. ‘Tonterías. Lo que pasa es que mi obra aún no está concluida’. Así de pretencioso estuvo, me entraron ganas de vomitar. Yo
había dejado el bastón en el suelo, y me agaché a recogerlo, quería que dejara
de presumir. ‘Cuando morimos, al menos dejamos de contradecirnos’, dije, aunque no esperaba que entendiera el sentido de mis palabras.
Pero él era demasiado soberbio para preguntar. ‘No ha sido mi intención herirte’, dijo. ‘¿Herirme?’, contesté levantando la voz. Era razonable que me irritara. ‘Me importa un bledo lo poco que he escrito y lo poco que no he escrito’. Me puse de pie y le solté un discurso: ‘Cada hora que pasa, el mundo se libra de miles de tontos. Piénsalo.
¿Te has parado alguna vez a pensar en la cantidad de estupidez almacenada que desaparece
en el transcurso de un día? Imagínate todos los cerebros que dejan de funcionar,
pues es ahí donde se almacena la estupidez. Y sin embargo, todavía queda mucha estupidez,
porque algunos la han perpetuado en libros, y así se mantiene viva. Mientras la
gente siga leyendo novelas, ciertas novelas de las que tanto abundan, la estupidez
seguirá existiendo. Y añadí, un poco vagamente, lo confieso: ‘Por eso he venido a jugar una partida de ajedrez’. Permaneció callado un
buen rato, hasta que hice ademán de marcharme, entonces dijo: ‘Demasiadas palabras para tan poca cosa. Pero les sacaré partido, las pondré en boca de algún
ignorante’.
Exactamente así era mi hermano. Por
cierto, murió ese mismo día, y no es improbable que me llevara sus últimas
palabras, pues me marché sin contestarle, y eso no debió de gustarle nada. Quería
tener la última palabra y la tuvo, aunque supongo que habría querido decir algo
más. Cuando recuerdo lo que se irritó, me viene a la memoria que los chinos tienen
un símbolo en su grafía que representa la muerte por agotamiento en el acto
sexual-
Al fin y al cabo, éramos hermanos.
Kjell Askilden
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Borges,
el palabrista: 19
(Recogido por Esteban Peicovich)
No podría definirme como ateo, porque declararme ateo corresponde a una certidumbre que no poseo. A fin de cuentas, el universo es tan extraño que todo es posible, hasta un Dios que es uno y que es tres.
Jorge Luis Borges
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