Al regresar,
atravieso el zaguán y miro en derredor. Es el viejo cortijo de mi padre. El
charco en el medio. Entremezclados objetos viejos e inservibles cierran el paso
hacia la escalera del granero. El gato acecha desde la baranda. Un trapo
desgarrado, atado alguna
vez a una barra, mientras alguien jugaba, se agita al viento. He llegado.
¿Quién me recibirá? ¿Quién espera tras de la puerta de la cocina? La chimenea
humea, están preparando el café para la cena. ¿Sientes la intimidad, te
encuentras como en tu casa? No lo sé, no estoy seguro. Es, la casa de mi padre
pero todos están uno junto al otro, fríamente, como si estuviesen ocupados en
sus asuntos, que en parte he olvidado y en parte no he conocido jamás. ¿De qué
puedo servirles, qué soy para ellos, aun siendo el hijo de mi padre, el hijo
del viejo propietario rural? Y no me atrevo a llamar a la puerta de la cocina,
y sólo escucho desde lejos, sólo desde lejos tenso sobre mis pies, pero de
manera tal que no me puedan sorprender escuchando. Y porque escucho desde lejos
no oigo nada, salvo una leve campanada de reloj, que quizá sólo creo oír,
llegándome desde los días de la infancia. Lo que además ocurre en la cocina es
un secreto que los que allí están sentados me ocultan. Cuanto más se titubea
ante la puerta, más extraño se siente uno. ¿Qué tal si ahora alguien la abriese
y me hiciese una pregunta? ¿Acaso yo mismo no estaría entonces, como alguien
que quiere ocultar su secreto?
Fran Kafka
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