Aguafuerte
Rubén Darío
Imagen: https://www.google.es
De una casa cercana salía un ruido
metálico y acompasado. En un recinto estrecho, entre paredes llenas de hollín,
negras, muy negras, trabajaban unos hombres en la forja. Uno movía el fuelle que resoplaba, haciendo
crepitar el carbón, lanzando torbellinos de chispas y llamas como lenguas
pálidas, azulejas, resplandecientes. Al brillo del fuego en que se enrojecían
largas barras de hierro, se miraban los rostros de los obreros en un reflejo
trémulo. Tres yunques ensamblados en toscas armazones resistían el batir de los
machos que aplastaban el metal candente, haciendo saltar una lluvia enrojecida.
Los forjadores vestían camisas de lana de cuellos abiertos y largos delantales
de cuero. Alcanzábaseles a ver el pescuezo gordo y el principio del pecho
velludo, y salían de las mangas holgadas los brazos gigantescos, donde, como los
de Anteo, parecían los músculos redondas piedras de las que deslavan y pulen
los torrentes, En aquella negrura de caverna, al resplandor de las llamaradas,
tenían tallas de cíclopes. A un lado, una ventanilla dejaba pasar apenas un haz
de rayos de sol. A la entrada de la forja, como en un marco oscuro, una
muchacha blanca comía uvas. Y sobre aquel fondo de hollín y de carbón, sus
hombros delicados y tersos que estaban desnudos hacían resaltar su bello color
lis, con un casi imperceptible tono dorado.
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