domingo, 23 de abril de 2017

Heliotropos

El hombre es bípedo y andante por error biológico. De lo contrario, volaría. La evolución tiende a las congruencias, y el volar con naturalidad hubiera sido una de ellas. Todo estaba preparado para ese brillante comienzo. Porque volar era lo suyo. Una oportunidad única que le daba el Tiempo, entonces lento y generoso.
Por error o inclinación, prefirió el largo y tortuoso hecho de erguirse para reptar como un inválido (está a la vista que caminar sólo con dos pies es una de las costumbres más absurdas y antiestéticas) recorriendo el planeta, que, de paso, depredó escrupulosamente. A partir de entonces, el resto de los vivientes le llamó Dos Patas, triste nombre con el que lo reconoce la memoria biológica.
Pegado a la Tierra, a la que, por su naturaleza de evadido, no pertenece cabalmente, su comportamiento, debido a esta circunstancia, es el de un parásito, o como el de un pequeño y pernicioso gusano del universo, según la vio la implacable lupa del irlandés Jonathan Awift.
La Tierra estaba lista, como un regalo del tiempo en su primer milenio, para ser el descanso del vuelo, la mesa tendida llena de alimentos, un árbol en el diluvio. Pero él prefirió convertirla en cárcel, y como tal la ama, aunque a veces, en sueños, añora los espacios planetarios.
Cada vez es consciente de la pérdida, dice que aquí abajo tiene como sustituto el vuelo del amor, y lo esgrime como respuesta a esa carencia fundamental. Ignorante de que en el espacio hubiera tenido acceso a esas casi increíbles mujeres descubiertas por el poeta y astrónomo argentino Oliverio Girondo, que hacen el amor en vuelo y que cada mañana, mientras desayunas terrícolamente, si te asomas un poco a la ventana puedes ver haciéndote señas desde las nubes bajas invitándote a un regreso.
Para cazarlas inventó unos sucedáneos metálicos del vuelo, de los que ellas huyen asustadas y como olas que desde la playa se alejan mar adentro.
Acuciado por la nostalgia del paraíso perdido, últimamente construyó artefactos capaces de viajar por el cosmos. En el espacio, que pudo ser del hombre para siempre, estos pergeños, con o sin astronautas, actúan como intrusos.
En sueños, estos hombres que perdieron el espacio pueden a veces ver la Tierra-Jardín como desde lejos, ostentosa de mares azules mezclados con crepúsculos, salpicada por ínsulas extrañas, aguas súbitas, flores espasmódicas y mujeres en vuelo.
Y además verse a si mismos, muy por encima de ese globo envuelto en luz, tal como hubiera podido ser, flotando, renaciendo, arriba y abajo, como enormes mariposas transparentes y consentimiento de los grandes heliotropos

Daniel Moyano

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