Las ciudades y el deseo
Al cabo de tres
jornadas, andando hacia el sur, el hombre se encuentra en Anastasia, ciudad
bañada por canales concéntricos y en cuyo cielo planean cometas. Debería ahora
enumerar las mercancías que se compran a buen precio: ágata, ónice, crisopacio
y otras variedades de calcedonia; alabar la carne del faisán dorado que se asa
sobre la leña del cerezo estacionada, y espolvoreada con mucho orégano; hablar de
las mujeres que he visto bañarse en el estanque de un jardín y que a veces -así
cuentan- invitan al viajero a desvestirse con ellas y a perseguirlas en el agua.
Pero con estas noticias no te diré la verdadera esencia de la ciudad: porque mientras
la descripción de Anastasia no hace sino despertar los deseos , uno tras otro,
para obligarte a ahogarlos, a quien se encuentra una mañana en medio de Anastasia
los deseos se le despiertan todos juntos y le rodean. La ciudad se te apetece como
un todo en el que ningún deseo se pierde y del que tu formas parte, y como ella
goza de todo lo que tú no gozas, no te queda sino habitar ese deseo y
contentarte. Tal poder, que a veces dicen maligno, tiene Anastasia, ciudad engañosa:
si durante ocho horas al día trabajas tallando ágatas ónices, crisopacios, tu afán que da forma al deseo toma
del deseo su forma y crees que gozas de toda Anastasia cuando sólo eres su esclavo.
Italo Calvino
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