viernes, 27 de julio de 2018


El suicida

Al pie de la Biblia abierta –donde estaba señalado en rojo el versículo que lo explicaría todo- alineó las cartas: a su mujer, al juez, a los amigos. Después bebió el veneno  y se acostó.
Nada. A la hora se levantó y miró el frasco. Sí, era el veneno.
¡Estaba tan seguro! Recargó la dosis y bebió otro vaso. Se acostó de nuevo. Otra hora. No moría. Entonces disparó su revólver contra la sien. ¿Qué broma era ésa? Alguien –¿pero quién, cuándo?- alguien la había cambiado el veneno por agua, las balas por cartuchos de fogueo. Disparó contra la sien las otras cuatro balas. Inútil. Cerró la Biblia, recogió las cartas y salió del cuerto en momentos en que el dueño del hotel, mucamos y curiosos acudían alarmados por el estuendo de los cinco estampidos.
Al llegar a su casa se encontró con su mujer envenenada y sus cinco hijos en el suelo, cada uno con un balazo en la sien.
Tomó el cuchillo de la cocina, se desnudó el vientre y se fue dando cuchilladas. La hoja se hundía en las carnes blandas y luego salía limpia como el agua.Las carnes recobraban su lisitud como el gua después que le pescan el pez.
Se derramó nafta en la ropa y los fósforos se apagaron chirriando.
Corrió hacia el balcón y antes de tirarse pudo ver en la calle el tendal de hombres y mujeres desangrándose por los vientres acuchillados, entre las llamas de la ciudad incendiada.

Enrique Anderson Imbert

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