Espantapájaros
Nunca he dejado de llevar la vida
humilde que puede permitirse un modesto empleado de correos. ¡Pues! Mi mujer
–que tiene la manía de pensar en voz alta y de decir todo lo que le pasa por la
cabeza- se empeña en atribuirme los destinos más absurdos que pueden
imaginarse.
Ahora mismo, mientras leía los diarios
de la tarde, me preguntó sin ninguna clase de preámbulos:
-“¿Por qué no abandonaste el gato y el
hogar? ¡Ha de ser tan lindo embarcarse en una fragata!... Durante las noches de
luna, los marineros se reúnen sobre cubierta. Algunos tocan el acordeón, otros
acarician una mujer de goma. Tú fumas la pipa en compañía de un amigo. El mar
te ha endurecido las pupilas. Has visto demasiados atardeceres. ¿Con qué
puerto, con qué ciudad no te has acostado alguna noche? ¿Las velas serán capaces de brindarte
un horizinte nuevo? Un día en que la
calma ya es una maldición, bajas a tu cucheta, desanudas un pañuelo de seda, te
ahorcas con una trenza de mujer.”
Y
no contenta con hacerme navegar por todo el mundo, cuando hace dieciséis
años que estoy anclado en el correo:
-“¿Recuerdas las que tenía cuando me
conociste?... En ese tiempo me imaginaba que serías soldado y mis pezones se
incendiaban al pensar que tendrías un pecho áspero, como un felpudo.
“Eras fuerte. Escalaste los muros de un
monasterio. Te acostaste con la abadesa. La dejaste preñada. ¿A qué tiempo, a
qué nación pertenece tu historia?... Te has jugado la vida tantas veces, que
posees un olor a barajas usadas. ¡Con qué avidez, con qué ternura yo te besaba
las heridas! Eras brutal. Eras taciturno. Te gustaban los quesos que saben a
verija de sátiro…y la primera noche, al poseerme, me destrozaste el espinazo en
el respaldo de la cama.”
Y como me dispusiera a demostrarle que
lejos de cometer esas barbaridades, o he ambicionado, durante toda mi
existencia, más que ingresar en el Club
Social de Vélez Sársfield:
“Ahora te veo arrodillado en una iglesia
con olor a bodega. Mírate las manos; sólo sirven para hojear misales. Tu
humildad es tan grande que te avergüenzas de tu pureza, de tu sabiduría. Te
hincas, a cada instante para besar las hojas que se quejan y que suspiran. Cuando
una mujer te mira, bajas los párpados y te sientes desnudo. Tu sudor es grato a
las prostitutas y a los perros. Te gusta caminar, con fiebre, bajo la lluvia. Te
gusta acostarte, en pleno campo, a mirar las estrellas…
“Una noche –en que te hallas con Dios-
entras en un establo, sin que nadie te vea, y te estiras sobre la paja, para
morir abrazado al pescuezo de una vaca.”
Oliverio Girondo
Imagen:https://www.google.com
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