miércoles, 12 de diciembre de 2018


Sobre el abismo del mar

Siendo ya un anciano, Turgueniev recordó que de joven hizo una vez la travesía de Hamburgo a Inglaterra en un mercante en el que era el único pasajero, si exceptuamos una hembra de mono que un comerciante hamburgués le enviaba a su corresponsal en Londres. La mona iba encadenada y se pasaba el tiempo forcejeando con la cadena y gimiendo. Cuando el joven Turgueniev pasaba delante de ella, la pobre extendía hacia él su manita. Turgueniev se la tomaba y el animal dejaba de quejarse y se tranquilizaba. El mar y el viento se mantuvieron en calma durante el viaje y sólo avanzaron porque el barco tenía un motor de vapor. A veces veían alguna foca que asomaba a la superficie y se volvía a zambullir sin conseguir remover el agua. El capitán, que constantemente escupía sobre el mar inmóvil, frustraba con monosílabos los intentos de entablar conversación del joven Turgueniev, que siempre acababa buscando la compañía de la monita. Ésta le alargaba la mano y abandonaba su agitación. Se apoyaba en él y así permanecían horas, contemplando el mar. A veces Turgueniev sentía que él era la madre para aquella hembra.

Emilio Gavilanes

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