domingo, 23 de junio de 2019


Génesis, 2

Imaginad que un día estalla una bomba atómica. Los hombres y las ciudades desaparecen. Toda la tierra es como un basto desierto calcinado. Pero imaginad también que en cierta región sobreviva un niño, hijo de un jerarca de la civilización recién extinguida. El niño se alimenta de raíces y duerme en una caverna. Durante mucho tiempo, aturdido por el horror de la catástrofe, sólo sabe llorar y clamar por su padre. Después sus recuerdos se oscurecen, se disgregan, se vuelven arbitrarios y cambiantes como un sueño. Su terror se transforma en algo vago. A ratos recuerda, con indecible nostalgia, el mundo ordenado y abrigado donde su padre le sonreía o le amonestaba, o ascendía (en una nave espacial) envuelto en fuego y en estrépito hasta perderse entre las nubes. Entonces loco de soledad, cae de rodillas e improvisa una oración, un cántico de lamento. Entre tanto la tierra reverdece: de nuevo brota la vegetación, las plantas se cubren de flores, los árboles se cargan de frutos. El niño, convertido en muchacho, comienza a explorar la comarca. Un día ve un ave. Otro día ve un lobo. Otro día, inesperadamente, se halla frente a una joven de su edad que, lo mismo que él, ha sobrevivido a los estragos de la guerra nuclear. Se miran, se toman de la mano: ya están a salvo de la soledad. Balbucean sus respectivos idiomas, con cuyos restos forman un nuevo idioma. Se llaman a sí mismos, Hombre y Mujer. Tienen hijos. Varios miles de años más tarde una religión se habrá propagado entre los descendientes de ese Hombre y de esa Mujer, con el padre del Hombre como Dios y el recuerdo de la civilización anterior a la guerra como un Paraíso perdido.

Marco Denevi

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