Génesis,
2
Imaginad que un día estalla una bomba
atómica. Los hombres y las ciudades desaparecen. Toda la tierra es como un
basto desierto calcinado. Pero imaginad también que en cierta región sobreviva
un niño, hijo de un jerarca de la civilización recién extinguida. El niño se
alimenta de raíces y duerme en una caverna. Durante mucho tiempo, aturdido por
el horror de la catástrofe, sólo sabe llorar y clamar por su padre. Después sus
recuerdos se oscurecen, se disgregan, se vuelven arbitrarios y cambiantes como
un sueño. Su terror se transforma en algo vago. A ratos recuerda, con indecible
nostalgia, el mundo ordenado y abrigado donde su padre le sonreía o le
amonestaba, o ascendía (en una nave espacial) envuelto en fuego y en estrépito
hasta perderse entre las nubes. Entonces loco de soledad, cae de rodillas e
improvisa una oración, un cántico de lamento. Entre tanto la tierra reverdece:
de nuevo brota la vegetación, las plantas se cubren de flores, los árboles se
cargan de frutos. El niño, convertido en muchacho, comienza a explorar la
comarca. Un día ve un ave. Otro día ve un lobo. Otro día, inesperadamente, se
halla frente a una joven de su edad que, lo mismo que él, ha sobrevivido a los
estragos de la guerra nuclear. Se miran, se toman de la mano: ya están a salvo
de la soledad. Balbucean sus respectivos idiomas, con cuyos restos forman un
nuevo idioma. Se llaman a sí mismos, Hombre y Mujer. Tienen hijos. Varios miles
de años más tarde una religión se habrá propagado entre los descendientes de
ese Hombre y de esa Mujer, con el padre del Hombre como Dios y el recuerdo de
la civilización anterior a la guerra como un Paraíso perdido.
Marco Denevi
Imagen:https://www.google.com
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