domingo, 6 de marzo de 2022

Micro-relato escondido

Serían ya las ocho de la mañana cuando llegaron a Arganda del Rey. Todo estaba preparado. Un muro de mampostería, resto de un establo derruido, una explanada, un pelotón de fusilamiento y una cadena de guardianes aportaron todo lo necesario para la ejecución. Otros camiones, otros condenados, otras desesperaciones se sumaron a la ceremonia. Un sacerdote con estola morada rezaba en latín rutinarias imploraciones de misericordia. Eran casi un centenar y tuvieron que agolparse para no exceder la dimensión del muro. Unos instantes de silencio para que el sacerdote terminara su plegaria, que concluyó con una bendición trazada en el aire con languidez de un adiós entristecido e inmediatamente ¡Pelotón”, silencio, “Apunten”, silencio “Fuego”.

Si alguien gritó, nadie pudo oírlo.

Cuando el capitán Alegría recobró el conocimiento, estaba sepultado en una fosa común amalgamado en un caos de muertos y de tierra. Tardó tiempo, pero, desoyendo el dolor, supo que había transgredido, de nuevo, las leyes del mundo donde el retorno está prohibido. Estaba vivo. Un universo de médulas, cartílagos inertes, sangre coagulada, heces, alientos detenidos y corazones sorprendidos por la muerte conservaron bolsas de aire en aquel desajuste de difuntos que le permitió respirar aun enterrado. Estaba vivo.

Hay una oscuridad para los vivos y otra oscuridad para los muertos y Alegría las confundió porque no trató de abrir los ojos, pero al oír su propio llanto supo que aquel no era el silencio de los muertos. Estaba vivo.

Alberto Méndez en “Los girasoles Ciegos”


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