Micro-relato
escondido
Serían ya las ocho de la mañana
cuando llegaron a Arganda del Rey. Todo estaba preparado. Un muro de
mampostería, resto de un establo derruido, una explanada, un pelotón de fusilamiento
y una cadena de guardianes aportaron todo lo necesario para la ejecución. Otros
camiones, otros condenados, otras desesperaciones se sumaron a la ceremonia. Un
sacerdote con estola morada rezaba en latín rutinarias imploraciones de
misericordia. Eran casi un centenar y tuvieron que agolparse para no exceder la
dimensión del muro. Unos instantes de silencio para que el sacerdote terminara
su plegaria, que concluyó con una bendición trazada en el aire con languidez de
un adiós entristecido e inmediatamente ¡Pelotón”, silencio, “Apunten”, silencio
“Fuego”.
Si alguien gritó, nadie pudo
oírlo.
Cuando el capitán Alegría
recobró el conocimiento, estaba sepultado en una fosa común amalgamado en un
caos de muertos y de tierra. Tardó tiempo, pero, desoyendo el dolor, supo que
había transgredido, de nuevo, las leyes del mundo donde el retorno está prohibido.
Estaba vivo. Un universo de médulas, cartílagos inertes, sangre coagulada,
heces, alientos detenidos y corazones sorprendidos por la muerte conservaron
bolsas de aire en aquel desajuste de difuntos que le permitió respirar aun
enterrado. Estaba vivo.
Hay una oscuridad para los
vivos y otra oscuridad para los muertos y Alegría las confundió porque no trató
de abrir los ojos, pero al oír su propio llanto supo que aquel no era el silencio
de los muertos. Estaba vivo.
Alberto Méndez en “Los girasoles Ciegos”
Imagen:https://www.blogger.com/
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