Los
Yernos
Me encanta contemplar mis libros en
las estanterías, acariciar sus lomos, y meter la nariz entre sus páginas
como si realizara una fantasía pecaminosa. Debo tener casi diez mil, atesorados
desde la adolescencia y leídos sin pausa a través de los años. ¿habrá placer
más grande que poner nombre, fecha y lugar de compra en la primera página de un nuevo libro? Mi biblioteca es el
atlas de mis lecturas, la memoria de mi caligrafía y el itinerario de mis
conocimientos. Cuando las niñas eran pequeñas sacaba
un libro al azar y les explicaba dónde lo había adquirido, a qué edad lo había
leído y cómo había influido su lectura en mi vida. Ellas reían y prometían
cuidarlos mucho, pero ahora han crecido, se han puesto muy guapas y la casa se
me ha llenado de moscones. No me importa que alguno de esos maleducados le meta
mano algún día a mis hijas. Es ley de vida. No. Lo que no me deja dormir es que
encima arramplen con la biblioteca. Me sulfura suponer que dentro de veinte o
treinta años un yerno la tire a la basura para hacerle sitio a un televisor más
grande. ‘¿Hasta cuándo vamos a guardar la biblioteca del empollón de tu padre?’,
chillarán. Ay, mis libros, mis viajes, mi memoria. Por eso cogí un cuchillo y me
escondí en el garaje hasta que salieron esos maleducados. No se dieron cuenta,
¡Pobrecitas! Eran tan guapas.

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