Un mecenas
La hermosa y sensual señora se acostaba con los jóvenes escritores nacionales para mejorar la calidad de la nueva literatura erótica mexicana.
José de la Colina
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La caída (Alegoría chilena)
No se mueve ni una sola hoja sin que
yo lo sepa, decía habitualmente. Un día, mecida por el fuerte viento que
soplaba en el país, cayó suavemente desde el árbol una hojita que parecía
insignificante hacia una tierra que la esperaba desde hacía largo tiempo.
Entonces, y sólo entonces, el calló para siempre.
Manuel Pastrana Lozano
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Aves acuáticas
Por el agua y en la orilla, las aves
acuáticas pasean; mujeres tontas que llevan con arrogancia unos ridículos
atavíos. Aquí todos pertenecen al gran mundo, con zancos o sin ellos, y todos
llevan guantes en las patas.
El pato golondrino, el cucharón y el
tepalcate lucen en las plumas un esplendor de bisutería. El rojo escarlata, el
azul turquesa, el armiño y el oro se prodigan en juegos de tornasol. Hay quien
los lleva todos juntos en la ropa y no es más que una gallareta banal, un
broceado corvejón que se nutre de pequeñas putrefacciones y que traduce en gala
sus pesquisas de aficionado al pantano.
Pueblo multicolor y palabrero donde
todos graznan y nadie se entiende. He visto al gran pelicano disputando con el
ansarón una brizna de paja. He oído a las gansas discutir interminablemente
acerca de nada, mientras los huevos ruedan sobre el suelo y se pudren bajo el
sol, sin que nadie se tome el trabajo de empollarlos. Hembras y machos vienen y
van por el salón, apostando a quién lo cruza con más contoneo. Interminables a
más no poder, ignoran la realidad del agua en que viven.
Los cisnes atraviesan el estanque con
vulgaridad fastuosa de frases hechas, aludiendo a nocturno y a plenilunio bajo
el sol del mediodía. Y el cuello metafórico va repitiendo siempre el mismo
plástico estribillo… Por lo menos hay uno negro que se distingue; flota garete
junto a la orilla, llevando en una cesta de plumas la serpiente de su cuello dormido.
Entre toda esta gente, salvemos a la garza, que nos acostumbra a la idea de que sólo sumerge en el lodo una pata, alzada con esfuerzo de palafito ejemplar. Y que a veces se arrebuja y duerme bajo el abrigo de sus plumas ligeras, pintadas una a una por el japonés minucioso y amante de los detalles. A la garza que no cae en la tentación del cielo inferior, donde le espera un lecho de arcilla y podredumbre.
Juan José Arreola
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Cobarde
Durante una década su día a día
consistió en torturar a presos políticos, sospechosos de terrorismo y
contrarios al régimen para el cual él trabajaba. Le apodaban “El Arcángel” y tenía entonces el grado de
capitán. Cuando cayó la dictadura, se retiró como teniente coronel, pero nunca
se logró precisar su culpa; tampoco la cantidad de sus víctimas, ni los nombres
de los muertos que dejó tirados en los calabozos y zanjas. Las mujeres que
violó en sucias barracas y los hombres a quienes sacó uñas y ojos quedaron borrados
en expedientes judiciales que nunca se desempolvaron.
En 1992 el torturador se fue a vivir
a un pueblo perdido del norte del país, donde cobraba mes a mes su pensión en
el único cajero instalado a la vera de una estación de combustible. Un día extravió
su tarjeta del cajero automático y debió acudir hasta la ventanilla del banco,
de la ciudad más próxima, para solicitar una nueva. El empleado que trabajaba
sobre una silla de ruedas lo reconoció en el acto: Era “El Arcángel”.
Cuando lo capturaron y lo llevaron
al desierto para matarlo y borrar su
nombre de la faz de la tierra, fue incapaz de morir sin suplicar.
Ernesto Bustos Garrido
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