lunes, 9 de septiembre de 2019


Alucinación

Contemplaba el Guernica. Un relincho del jaco picassiano lanzó al cielo un cuajarón de estrellas. El avión nodriza venía ahíto de sangre de los muertos. Sobre la lengua del cometa rojo, el caballo apocalíptico piafaba ufano, marcando el territorio.

Félix

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martes, 3 de septiembre de 2019


Mesa para dos

En 1947 mi madre, que se llama Deborah, tenía veintiún años y estudiaba literatura inglesa en la Universidad de Nueva York. Era una chica preciosa, vehemente aunque introvertida, y, sentía una gran pasión por los libros de ideas. Leía de una forma voraz y quería ser escritora algún día.
Mi padre, que se llamaba Joseph, era entonces un pintor en ciernes, que vivía de dar clases de arte en un instituto del West Side. Los sábados pintaba durante todo el dí en su casa o en Central Park y después solía permitirse un pequeño lujo. La noche del sábado en cuestión decidió ir a un restaurante de barrio llamado La Vía Láctea.
La Vía Láctea resultó ser el restaurante preferido de mi madre, y aquel sábado, después de estudiar toda la mañana y parte de la tarde, se fue allí a cenar llevando consigo un viejo ejemplar de Grandes Esperanzas de Dickens. El restaurante estaba abarrotado y mi madre ocupó la última mesa que quedaba. Se preparó para toda una velada de gouslash, vino tinto y Dickens, y rápidamente perdió contacto con la realidad que la rodeaba.
Media hora después el restaurante estaba tan lleno que sólo se podía comer de pie en la barra. La agotada camarera se acercó a mi madre y le preguntó se podía compartir la mesa con otra persona. Mi madre dio su consentimiento casi sin apartar los ojos del libro.
Una vida trágica la del pobre Pip dijo mi padre al ver la gastada cubierta de Grandes Esperanzas. Mi madre levantó la mirada y en ese momento, según ella, vio algo extrañamente familiar en los ojos de aquel hombre. Muchos años después, cuando yo le suplicaba que me contara la historia una vez más, suspiraba y decía Me vi a mí misma en sus ojos.
Mi padre totalmente cautivado por la persona que tenía delante, jura hasta el día de hoy que oyó una voz dentro de él. Esta mujer es tu  destino, e inmediatamente sintió un cosquilleo que le recorría el cuerpo de la cabeza a los pies. Sea lo que fuere lo que mis padres vieron, oyeron o sintieron aquella noche, ambos se dieron cuanta de que había sucedido algo casi milagroso.
Hablaron durante horas, como dos viejos amigos, que se encuentran después de mucho tiempo. Más tarde cuando se despidieron, mi madre escribió su número de teléfono en el interior de la tapa de Grandes Esperanzas y le regaló el libro a mi padre. Él le dijo adiós, besándola dulcemente en la frente, después se alejaron, en direcciones opuestas, y se perdieron en la  noche.
Ninguno de los dos pudo dormir, incluso después de cerrar los ojos, mi madre sólo vaía una cosa: el rostro de mi padre. Y él, que no podía dejar de pensar en ella, se quedó toda la noche levantado, pintando el rostro de mi madre.
Al día siguiente, que era domingo, fue a Brooklyn a visitar a sus padres. Se llevó el libro para leerlo en el metro, pero estaba tan exhausto después de pasar la noche en vela que, tras leer algunos párrafos, le entró sueño. Así que metió el libro en uno de los bolsillos de su abrigo –que había dejado en el asiento junto a él- y cerró los ojos. No se despertó hasta que el tren se detuvo en Brighton Beach, en el extremo opuesto a Brooklyn.
Para entonces el tren estaba desierto y, cuando abrió los ojos y fue a coger sus cosas, el abrigo había desaparecido. Alguien lo había robado, y dado que el libro estaba en uno de sus bolsillos, también se había quedado sin él, lo que significaba que también se había quedado sin el número de teléfono de mi madre. Desesperado, empezó a buscar por todo el tren, mirando debajo de los asientos, no sólo de su vagón sino de los vagones anterior y posterior al suyo.
Joseph se había sentido tan feliz de haber conocido a Deborah que no se había preocupado de saber cuál era el apellido. La única referencia que tenía de ella era su número de teléfono.
Mi madre nunca recibió la llamada que esperaba. Mi padre la buscó en varias ocasiones en el Departamento de inglés de la Universidad de  Nueva York, pero nunca la encontró. El destino les había traicionado a los dos. Lo que aquella primera noche en el restaurante había parecido inevitable paso a ser algo claramente imposible.
Aquel verano los dos se fuero a Europa. Mi madre fue a Inglaterra a hacer un curso de literatura en Oxford y mi padre se fue a pintar a París. A finales de julio, mi madre tenía un descanso de tres días en sus estudios y voló a París, decidida a absorber toda la cultura que pudiese durante aquellas setenta y dos horas. En el viaje se llevó un nuevo ejemplar de Grandes Esperanzas. Después de la triste historia con mi padre, no había tenido la fuerza de volver a leerlo,  pero una vez en París y sentada en un restaurante abarrotado, después de un largo día de visitas turísticas, lo abrió por la primera página y empezó otra vez a pensar en él.
Al acabar de leer unas pocas frases el mâitre interrumpió su lectura para preguntarle, primero en francés y después en un inglés macarrónico, si le importaba compartir su mesa. Mi madre dio su consentimiento y volvió a la lectura: enseguida oyó una voz conocida que decía:
Una vida trágica la del pobre Pip, ella levantó la mirada y allí estaba él otra vez.

Lori Peikoff

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miércoles, 28 de agosto de 2019


El rayo que cayó dos veces en el mismo sitio

Hubo una vez un Rayo que cayó dos veces en el mismo sitio; pero encontró que ya la primera vez había hecho suficiente daño, que ya no era necesario, y se deprimió mucho.

Augusto Monterroso.

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viernes, 23 de agosto de 2019


La historia del viejo egipcio

Un viejo egipcio, uno de los últimos adoradores de Osiris en La Tierra, acude una noche a un casino, gana un millón, regresa a su casa con las ganancias y se suicida. Pero antes de hacerlo escribe una carta en la que detalla cómo deben momificar su cadáver y enterrarlo luego con su recién adquirida fortuna. Siempre quiso trascender al más allá siendo un hombre rico.

Miguel Barvo Vadillo

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sábado, 17 de agosto de 2019


El imán

Había una vez un imán y en el vecindario vivían unas limaduras de acero. Un día, a dos limaduras se le ocurrió bruscamente visitar al imán y empezaron a hablar de lo agradable que sería esta visita. Otras limaduras cercanas sorprendieron la conversación y las embargó el mismo deseo. Se agregaron otras y al final todas las limaduras empezaron a discutir  el asunto y gradualmente el vago deseo se transformó  en impulso. ¿Por qué no ir hoy?, dijeron  algunas, pero otras opinaron que sería mejor esperar hasta el día siguiente. Mientras tanto, sin advertirlo, habían ido acercándose al imán, que estaba muy tranquilo, como si no se diera cuenta de nada. Así prosiguieron discutiendo, siempre acercándose al imán, y cuando más hablaban, más fuerte era el impulso, hasta que las más impacientes declararon que se irían ese mismo día, hicieran lo que hicieran las otras. Se oyó decir a algunas que su deber era visitar al imán y que hacía ya tiempo que le debían la visita. Mientras hablaban seguían inconscientemente acercándose.
Al fin prevalecieron las impacientes, y en un impulso irresistible la comunidad entera gritó:
-Inútil esperar, iremos hoy. Iremos ahora. Iremos en el acto.
La masa unánime se precipitó y quedó pegada al imán por todos lados. El imán sonrió, porque las limaduras de acero estaban convencidas de que su visita era voluntaria.

Oscar Wilde

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domingo, 11 de agosto de 2019


Alma

Un hombre fue a la guerra y se llevó a su perro. El perro, que siguió llevando una vida muy parecida a la de casa, ignoraba que estaba en la guerra. El campo de batalla no era más que campo. Comía las mismas sobras. Ladraba al silbido de las balas que pasaban por encima, como insectos.
El día que mataron a su dueño hubo retirada. El campamento fue abandonado. No dio tiempo a recoger los cuerpos. El perro montó guardia junto al cadáver de su amo. A la mañana del segundo día, los buitres comenzaron a acercarse. Cuando se aproximaban mucho, el perro se arrancaba contra ellos y los espantaba. A cinco metros escasos corría un arroyo. El animal tenía sed. Si se acercaba al agua, los buitres corrían hacia el cadáver. Entonces, antes de conseguir llegar al arroyo, el pero daba media vuelta para ahuyentarlos.
Una mañana el aire rizaba lo que desde lejos parecía un montón de ropa vieja. Los buitres lo miraban todavía quietos.

Emilio Gavilanes

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martes, 6 de agosto de 2019


El acróbata de los azotes

En la educación de un príncipe de Inglaterra cumplía un papel fundamental el Niño de los Azotes. Cuando el príncipe cometía un error o una transgresión, se propinaba al Niño de los Azotes el castigo que estaba prohibida descargar sobre la sagrada persona de Su majestad.
El famoso acróbata italiano Archange Tuccaro, autor del primer tratado sobre saltadores y volatineros (Trois dialogues, París, 1559) fue contratado para enseñar el arte acrobático al emperador Maximiliano de Austria. De acuerdo al relato de un testigo presencial, cada vez que el monarca cometía una torpeza mientras realizaba una de sus volteretas en el aire, un joven saltimbanqui caía al suelo en su lugar. A causa de la poca habilidad natural de Maximiliano para este tipo de ejercicio, los jóvenes acróbatas, con los huesos rotos, debían ser frecuentemente reemplazados.

Ana María Shua

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