Superconciencia
Por medio de los microscopios, los microbios observan a los sabios.
Luis Vidales
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La mortaja
La madre se encargó de decirles
a todos que cuando llegara la hora de su muerte, encontrarían su mortaja
envuelta en una funda de plástico en el primer cajón de su armario.
Rotos de dolor sus hijos se
apresuraron a cumplir el último deseo de la difunta. Abrieron la gaveta y en
ella encontraron un envuelto que les llenó de asombro. Un traje de faralaes de
color rojo y lunares blancos, acompañado de mantoncillo, pendientes, peineta y
tocado de flores. Se miraron un poco asombrados, pero enseguida una gran
sonrisa iluminó sus rostros. Su madre había sido una mujer alegre y vitalista,
amante de la feria de abril y del camino rociero. Si ella sí lo había
dispuesto, no había lugar a vacilaciones.
Vistieron a la fallecida con la
bata de volantes y la ataviaron con todos los adornos. Algunos dijeron que, con
el fin de evitar habladurías, sería mejor mantener cerrada la tapa del ataúd.
Los demás no estuvieron de acuerdo y la madre lució su funeral más flamenca que
nunca.
Al mes del entierro, los
afligidos herederos recibieron una llamada que les dejó perplejos. Una amiga de
la madre les reclamaba el traje de lunares. Con voz meliflua les contó que se
lo había prometido al amadrinarla en su bautizo rociero diez años antes.
Abrieron el cajón del armario y
ante su estupor apareció una bolsa de tintorería. Envolvía un vestido de lana
marrón de factura simple y bata con un escapulario conocido por todos. Y
entonces se miraron consternados. Comprendieron que la última voluntad de su
madre había sido ser enterrada con el hábito de la Virgen del Carmen para
lograr ciertas indulgencias. Y en vez de eso, había llamado a la puerta de San
Pedro ataviada como Marujita Díaz.
Chelo Pineda Pizarro
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El otro
Me pidió permiso para sentarse a mi mesa
y se sentó. Un surco ennegrecido le surcaba la garganta. No pude evitar un
escalofrío.
-¿Le
llama la atención mi cicatriz? – preguntó el joven.
-¡Ah,
no! -fue mi hipócrita respuesta.
-Es
una desgracia que aún me tortura. Al final de la guerra me hicieron prisionero y
un oficial me sableó. Me dieron por muerto, me abandonaron.
-¿Al
final de qué guerra?
-De
la guerra contra España.
-¿Cómo?
-De
la guerra contra España.
Llamé al camarero. Le pedí la cuenta y
agregué:
-Mire
a ver qué desea tomar el señor.
-¿Qué señor? –masculló el camarero?
Manuel Díaz Martínez
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Diálogo amoroso
-Me
adoro, vida mía, me adoro… A tu lado me quiero más que nunca; no te imaginas la
ternura infinita que me inspiro.
-Yo
me adoro muchísimo más… ¡con locura!; no sabes la pasión que junto a ti siento
por mí… No puedo vivir sin mí…
-Ni
yo sin mí…
-¡Cómo
nos queremos! Sin que yo me ame la vida no vale nada.
-Yo
también me amo con toda mi alma, sobre todo a tu lado…
-¡Dame
una prueba de que te quieres!
-¡Sería
capaz de dar la vida por mí!
-Eres
el hombre más apasionado de la tierra…
-Y
tú la mujercita más amorosa del mundo…
-¡Cómo
me quiero!
-¡Cómo me amo!
Sergio Golwarz
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La mujer de blanco
Cuando les conté que había
visto a una señora vestida de blanco vagando sobre las lápidas, un helado
silencio de almas en pena nos sobrecogió. ¿Por qué seguían volviendo después de
tantas bendiciones, conjuros y exorcismos? Después de todo la mujer de blanco
era una aparición amable, siempre con un ramo en los brazos y como flotando a través de la
niebla, pero igual nos abalanzamos sobre ella en cuanto pasó delante de la cripta. Nunca más regresó a dejar flores
en el viejo cementerio.
Fernando Iwasaki
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Invitación
Pedro regresa a su casa con un compañero
de trabajo, al que ha invitado para que conozca a su joven esposa.
-Es
acá –anuncia-, entra…
-Permiso
–dice el educado compañero y ambos ingresan a un living.
De inmediato Pedro se queda tieso. El
compañero nota su gesto de extrañeza.
-¿Pasa
algo? –pregunta.
-No
me vas a creer –dice Pedro-, pero ésta no es mi casa.
-¿Cómo
que no? –el compañero está confundido.
Por una puerta aparece un anciano. Antes
de que diga nada, Pedro le ataja:
-Lo
siento, lo siento, disculpe usted, se trata de un error, no quise entrar en
esta casa.
Toma al compañero de un brazo y salen.
Una vez afuera, Pedro continúa disculpándose. Finalmente dice:
-No
te preocupes, me pasa seguido, pero ya le conozco la maña.
Toma el picaporte y lo sacude con firmeza,
hasta que se oye un clic.
-Ahora
sí –asegura-, entremos.
Entonces, mientras cierra la puerta,
dice:
-Te presento a mi esposa…
Juan Romagnoli
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