A primera vista
Verse y amarse locamente fue una sola cosa. Ella tenía los colmillos largos y afilados. Él tenía la piel blanca y suave: estaban hechos el uno para el otro.
Poli Délano
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Santa Baya de Cristamilde
I
Doña Micaela de Ponte y Andrade, hermana de mi abuelo, tenía los demonios en el cuerpo, y como los exorcismos no bastaban a curarla, decidióse en consejo de familia, que presidió el abad de Brandeso, llevarla a la romría de Santa Baya de Cistamilde. Fuimos dándole escolta yo y un criado viejo. Salimos a la media tarde para llegar a la media noche, que es cuando se celebra la misa de las endemoniadas.
II
Santa Baya de Cristamilde está al otro lado del monte,
allá en los arenales donde el mar brama. Todos los años acuden a su fiesta
muchos devotos. Por veces a lo largo de la vereda, hállase un mendigo que
camina arrastrándose, con las canillas echadas a la espalda. Se ha puesto el
sol, y dos bueyes cobrizos beben al borde de una charca. En la lejanía se
levanta el ladrido de los perros vigilantes en los pajares. Sale la luna y el
mochuelo canta esondido en un castañar. Cuando comenzamos a subir el monte es
noche cerrada, y el criado, para arredrar a los lobos, enciende un farol.
Delante va una caravana de mendigos: se oyen sus voces burlonas y descreídas;
como cordón de orugas se arrastran a lo largo del camino. Unos son ciegos,
otros tullidos, otros lazarados. Todos ellos comen del pan ajeno. Van por el mundo
sacudiendo vengativos su miresia y rascando su pobre a la puerta del rico
avariento; una mujer da el pecho a su niño, cubierto de lepra, otra empuja el
carro de un paralítico; en las alforjas de un asno viejo y lleno de mataduras
van dos monstruos: las cabezas son deformes, las manos palmípedas.
Al descender del monte, el camino se convierte en un
vasto arenal de áspera y crujiente arena. El mar se estrella en las restingas,
y de tiempo en tiempo una ola gigante pasa sobre el lomo deforme de los
peñascos que la resaca deja en seco; el mar vuelve a retirarse, y allá
en el confín vuelve a erguirse negro y apocalíptico, crestado de vellones
blancos; guarda en su flujo el ritmo potente y misterioso del mundo. La
caravana de mendigos descansa a lo largo del arenal, Las endemoniadas lanzan
gritos estridentes al subir la loma donde está la ermita y cuajan espuma sus
bocas blasfemas; los devotos aldeanos que las conducen tienen que arrastrarlas.
Bajo el cielo anubarrado y sin luna, graznan las gaviotas. Son las doce de la
noche y comienza la misa. Las endemoniadas gritan retorciéndose:
-¡Santa tiñosa, arráncale los ojos al abad!
Y con el cabello desmadejado y los ojos saltantes, pugnan
por ir hacia el altar. A los aldeanos más fornidos les cuesta trabajo
sujetarlas; las endemoniadas jadean roncas, con los corpiños rasgados,
mostrando la carne lívida de los hombros y de los senos; entre sus dedos quedan
enredados manojos de cabellos. Los gritos sacrílegos no cesan durante tioda la
misa:
-¡Santa Baya, tienes un can rabioso que te visita en la
cama!
Termiada la misa, todas las posesas del mal espíritu son
despojadas de sus ropas y conducidas al mar, envueltas en lienzos blancos. Las
endemoniadas, enfrente de las olas, aúllan y se resisten enterrando los pies en
la arena. El lienzo que las cubre cae, y su livida desnudez surge como un gran
pecado legendario, calenturiento y triste. La ola negra y bordeada de espumas
se levanta para tragarlas y sube por la playa, y se deespeña sobre aquellas
cabezas greñudas y aquellos hombros tiritantes. El pálido pecado de la caarne
se estremece, y las bocas sacrílegas escupen el agua salada del mar. La ola se retira dejando en seco las
peñas, y allá en el confín vuelve a encresparse cavernosa y rugiente. Son sus
combates como las tentaciones de Satanás contra los santos. Sobre la capilla
vuelan graznando las gaviotas, y un niño, agarrado a la cadena, hace sonar el
esquilón. La santa sale en sus andas procesionales, y el manto bordado de oro,
y la corona de reina, y las ajorcas de muradana resplandecen bajo las
estrellas. Prestes y monagos recitan
gravemente sus latines, y las endemoniadas, entre las espumas de una ola claman
blasfemas:
¡Santa Tiñosa!
¡Santa rabuda!
¡Santa salida!
¡Santa preñada!
Los aldeanos, arrodillados en la playa, cuentan las olas: son siete las que habrá de recibir cada poseída para verse libre de los malos espíritus y salvar su alma de la cárcel oscura del infierno: ¡son siete como los pecados del mundo!
III
Al amanecer volvimos a tomar el camino ya de retorno. Oíase lejano el canto de otros romeros que iban por los atajos. Mi tía no daba tregua a los suspiros, unos suspiros largos y penetrantes de vieja histérica, Murió a pocos días tan cristiana, que sus sobrinas todavía recuerdan edificadas el milagro.
Ramón del Valle-Inclán
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Los
Yernos
Me encanta contemplar mis libros en
las estanterías, acariciar sus lomos, y meter la nariz entre sus páginas
como si realizara una fantasía pecaminosa.
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Una oración
Mi boca ha pronunciado y pronunciará, miles de veces y en los dos idiomas que me son íntimos, el padre nuestro, pero sólo en parte lo entiendo. Esta mañana, la del día primero de julio de 1969, quiero intentar una oración que sea personal, no heredada. Sé que se trata de una empresa que exige una sinceridad más que humana. Es evidente, en primer término, que me está vedado pedir. Pedir que no anochezcan mis ojos sería una locura; sé de millares de personas que ven y que no son particularmente felices, justas o sabias. El proceso del tiempo es una trama de efectos y de causas, de suerte que pedir cualquier merced, por íntima que sea, es pedir que se rompa un eslabón de esa trama de hierro, es pedir que ya se haya roto. Nadie merece tal milagro. No puedo suplicar que mis errores me sean perdonados; el perdón es un acto ajeno y sólo yo puedo salvarme. El perdón purifica al ofendido, no al ofensor, a quien casi no le concierne. La libertad de mi albedrío es tal vez ilusoria, pero puedo dar o soñar que doy. Puedo dar el coraje, que no tengo; puedo dar la esperanza que no está en mí; puedo enseñar la voluntad de aprender lo que sé apenas o entreveo. Quiero ser recordado menos como poeta que como amigo; que alguien repita mi cadencia de Dunbar o de Frost o del hombre que vio en la medianoche el árbol que sangra, la Cruz, y piense que por primera vez la oyó de mis labios. Lo demás no me importa; espero que el olvido no se demore: Desconocemos los designios del universo, pero sabemos que razonar con lucidez y obrar con justicia es ayudar a esos designios, que no nos serán revelados. Quiero morir del todo; quiero morir con este compañero, mi cuerpo.
Jorge Luis Borges
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01100
En los cabarets de la ciudad de los robots, los clientes beben aceite enriquecido, se conectan a las redes eléctricas de los voltajes exóticos y escuchan a los músicos y cantantes. Hay desde androides en formación operística hasta arañas rupestres que tocan cuatro guitarras a la vez. Y los repertorios también son muy variados: piezas de Kraftwerk y otros clásicos se alternan on los cantantes actuales. Pero el más curioso de todos estos artistas es Benito Punzón, quien cada noche aparece en el escenario, impecablemente vestido, y no utiliza ningún instrumento, ni siquiera su altavoz integrado. En cambio, zumba como planta eléctrica, martilla como antigua caja registradora, incluso imita el rascar de la piedra en las minas profundas: todos esos sonidos que para los robots son signos del pasado más remoto, de antes de la existencia del primer cerebro electrónico. La mayoría nunca los ha escuchado en otra parte, pero todos se conmueven: alguno tiembla, otro arroja chispas que son como lágrimas.
Alberto Chimal
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