miércoles, 24 de febrero de 2021

El fantasma mordido

He aquí la historia que me contó Chen Lin-Cheng: un viejo amigo suyo estaba echado a la hora de la siesta, un día de verano, cuando vio medio dormido, la vaga figura de una mujer que, eludiendo la portera, se introducía en la casa, vestida de luto; cofia blanca y túnica de cáñamo. Se dirigió a las habitaciones interiores y el viejo, al principio, creyó que era una vecina que iba a hacerles una visita; después reflexionó: “¿Cómo se atrevería a entrar en la casa del prójimo con semejante indumentaria?”

Mientras permanecía en la perplejidad, la mujer volvió sobre sus pasos y penetró en la habitación. El viejo la examinó atentamente: la mujer tendría unos treinta años; el matiz amarillento de su piel, su rostro hinchado y su mirada sombría le daba un aspecto terrible. Iba y venía por la habitación, sin intención ninguna, al parecer, de abandonarla, incluso se acercaba a la cama. Él fingía dormir para mejor observar cuanto hacía. De pronto, ella se levantó un poco la falda y saltó a la cama, sentándose en el vientre del viejo; parecía pesar tres mil libras. El viejo conservaba por completo la lucidez, pero cuando quiso levantar la mano, se encontró con que la tenía encadenada; cuando quiso mover un pie, lo tenía paralizado. Sobrecogido de terror, trató de gritar, pero, desgraciadamente, no era dueño de su voz. La mujer, mientras tanto, le olfateaba la cara, las mejillas, la nariz, las cejas, la frente. En toda la cara sintió su aliento, cuyo soplo helado le penetraba hasta los huesos. Imaginó una estratagema para librarse de aquella angustia: cuando ella llegara al mentón, él trataría de morderla. Poco después ella en efecto, se inclinó para olerle la barbilla y el viejo la mordió con todas su fuerzas, tanto que los dientes penetraron en la carne.

Bajo la impresión del olor de la mujer se tiró al suelo, debatiéndose y lamentándose. Mientras él apretaba las mandíbulas con más energía, la sangre resbalaba por su barbilla e inundaba la almohada. En medio de esta lucha encarnizada el viejo oyó, en el patio, la voz de su  mujer.

-¡Un fantasma! –gritó en el acto.

Pero apenas abrió la boca el monstruo de desvaneció, como un suspiro. La mujer acudió a la cabecera de su marido; no vio nada y se burló de la ilusión, causada, pretendió ella, por una pesadilla. Pero el viejo insistió en su narración y, como prueba evidente, le enseño la mancha de sangre: parecía agua que hubiera penetrado por una fisura del techo y empapado la almohada y la estera. El viejo acercó la cara a la mancha y respiró una emanación pútrida; se sintió presa de un violento acceso de vómitos y, durante muchos días tuvo la boca apestada, con un hálito nauseabundo.

P’ou Song-Ling

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miércoles, 17 de febrero de 2021

 Se les había apagado la luz

El enamorado llevaba una luz en la frente y no lo sabía. Cuantos le veían se quedaban mirando y decían:

-“Miradle, esa luz le delata, está enamorado, ¿adónde irá?

Era un país en el que nadie llevaba una luz en la frente, porque al amor había desparecido de sus vidas.

Cuando el enamorado dejó de recorrer aquella tierra, decepcionado, se dejó morir.

Félix

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jueves, 11 de febrero de 2021

Peripecias del soldado

Le dije al mariscal de campo con todo respeto: usted me envía al matadero. Está previsto que en este ataque nadie escapará con vida. Ahora bien, usted me obliga a disparar con este torpe fusil que tiene un corcho en la punta, mi general. Usted me dice que esperemos la hora cero para asaltar al enemigo que nos espera con las ametralladoras camufladas en las casamatas.

Mi capitán, no es que yo sea cobarde. Saludo a la bandera antes de partir, soy joven, difícil sostener que tengo derecho a la vida y la guerra es la guerra, eso está claro, mi cabo, pero el hecho de que yo me haya enredado con su mujer, después de todo, se puede arreglar con un trato de caballeros. En todo caso cuando se acueste con ella dígale que mis últimas palabras fueron: ¡Viva la patria, viva el amor!, pero no le dé mayores detalles cuando se ponga a llorar y salga a buscarme en medio de la noche,  mi sargento cornudo.

Alfonso Alcalde

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viernes, 5 de febrero de 2021

Intervalo de cinco minutos

Yo tenía un amigo llamado Jacques Dingue que vivía en Perú, a cuatro mil metros de altitud. Partió  hace algunos años para explorar aquellas regiones, y allá sufrió el hechizo de una extraña india que lo enloqueció por completo y que se pegó a él. Poco a poco fue debilitándose, y no salía siquiera de la cabaña en que se instalara. Un doctor peruano que lo había acompañado hasta allí le procuraba cuidados a fin de sanarlo de una demencia precoz que parecía incurable.

Una noche, la gripe se abatió sobre la pequeña tribu de indios que había acogido a Dingue. Todos, sin excepción, fueron alcanzados por la epidemia, y ciento setenta y ocho indígenas, de doscientos que eran, murieron al cabo de pocos días. El médico peruano, desolado, rápidamente había regresado a Lima… También mi amigo fue alcanzado por el terrible mal, y la fiebre lo inmovilizó.

Ahora bien, todos los indios tenían uno o varios perros, y éstos muy pronto no encontraron otro recurso para vivir que comerse a sus amos: desmenuzaron los cadáveres, y uno de ellos llevó a la choza de Dingue la cabeza de la india de la que éste se había enamorado… Instantáneamente la reconoció y sin duda experimentó una conmoción intensa, pues de súbito se curó de su locura y de su fiebre. Ya recuperadas sus fuerzas, tomó del hocico del perro la cabeza de la mujer y se entretuvo arrojándola contra las paredes de su cuarto y ordenándole al animal que se la llevase de vuelta. Tres veces recomenzó el juego, y el perro la acercaba la cabeza sosteniéndola por la nariz; pero la tercera vez, Jacques Dingue la lanzó con demasiada fuerza, y la cabeza se rompió contra el muro. El jugador de bolos pudo comprobar, con gran alegría, que el cerebro que brotaba de aquella no presentaba más que una sola circunvolución y parecía afectar la forma de un par de nalgas.

Francis Picabia

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domingo, 31 de enero de 2021

Sorprender

Los artistas de circo nos preguntamos con desesperación cómo sorprender a los espectadores. Ser perfectos en la tradición no basta. Intentamos, entonces, el exceso en las suertes conocidas: un salto mortal con cinco vueltas en el aire, hacer malabarismos con diez yunques y diez plumas, tragarnos un paraguas, o un poste del alumbrado, sostener una pirámide humana en la cuerda floja, entrar a una jaula con trescientos cincuenta leones y dos tigres, hacer desaparecer para siempre a los enemigos de una persona del público elegida al azar. ¿Cómo sorprender a los espectadores? En los nuevos circos, adornamos los viejos trucos con el vestuario, con la coreografía, con las luces, con la cantidad de personas en escena. A medida que envejecemos, el exceso nos cuesta demasiado y ya no somos lo bastante bellos, lo bastante elásticos, lo bastante ingeniosos para tomar parte de los nuevos circos. ¡Cómo sorprender a los malditos, a los cínicos espectadores que ya lo han visto todo? En un intento de obtener el espectáculo supremo, nos dejamos morir entre aplausos sobre la arena y no es suficiente, no es suficiente, eso lo hace cualquiera.

Ana María Shua

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lunes, 25 de enero de 2021

Epitafio de una perra de caza

La Galia me vio nacer, la Conca me dio el nombre de su fecundo manantial, nombre que yo merecía por mi belleza. Sabía correr, sin ningún temor, a través de los más espesos bosques, y perseguir por las colinas al erizado jabalí. Nunca las sólidas ataduras cautivaron mi libertad; nunca mi cuerpo, blanco como la nieve, fue marcado por la huella de los golpes. Descansaba cómodamente en el regazo  de mi dueño o de mi dueña y mi cuerpo fatigado dormía en un lecho que me habían preparado amorosamente. Aunque sin el don de la palabra, sabía hacerme comprender mejor que ningún otro de mis semejantes; y, sin embargo, ninguna persona temió mis ladridos.

Petronio

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martes, 19 de enero de 2021

La tortura

La palabra mártir viene del griego, y significa: ‘El que da testimonio’. En los años de la dictadura militar brasileña, fray Tito dio testimonio de indignación entre los indignos, y fue por ello encarcelado y atormentado una vez y dos y muchas veces. Después marchó al exilio.

Se fue, pero se quedó. Estaba libre en Francia, pero seguía preso en Brasil. Nada sabían de geografía los sacerdotes y los amigos que le decían y repetían que el país de sus verdugos quedaba lejos, al otro lado del océano. Él era el país donde sus verdugos vivían.

Durante más de tres años, no le dieron tregua. En los conventos de París y de Lyon y en los campos del sur de Francia, sus verdugos le pegaban patadas y culatazos en la cabeza, le apagaban cigarrillos en el cuerpo desnudo, le metían picana eléctrica en los oídos y en la boca.

Y no se callaba nunca. Fray Tito había perdido el silencio. En vano deambulaba buscando algún lugar, algún rincón del templo o de la tierra, donde no resonaran los truenos de esas voces atroces que no le dejaban dormir, ni le dejaban rezar las oraciones que antes habían sido su imán de Dios.

Una noche escribió: “Es mejor morir que perder la vida”. Lo encontraron colgado de la copa de un álamo

Eduardo Galeano

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