miércoles, 23 de febrero de 2022

No hay que hablar con extraños

Así me decía mi mamá, pero Agustín no era un extraño porque todos los días me ofrecía caramelos a la salida del colegio. Además, cada vez que me llevaba a su taller me regalaba muñecas. Muy bueno era Agustín, me hacía cariñitos. Mamá me contaba historias bien feas de niñas que se perdían porque se las robaban las gitanas o el hombre de la bolsa. Yo sabía que las gitanas se llevaban a las niñas para obligarlas a vender flores, pero nunca supe qué te hacía el hombre de la bolsa. Con Agustín yo juego a que me oca y yo le toco, y siempre gano pues al final no se puede aguantar. Mamá es una miedosa porque dice que si hablo con extraños seguro que no me vuelve a ver. En el taller de Agustín hay muchas cosas que cortan y queman y pinchan. También tiene un avión desarmado que un día servirá para volar e irnos de viaje. Por eso me puso el pañuelo mágico en la nariz, porque los aviones marean y tengo que acostumbrarme. Después ya no me acuerdo de nada: una colonia bien fuerte, un sueño como regresando de la playa y muchas cosas que cortan y queman y pinchan. A veces salgo del taller de Agustín y vuelvo al colegio porque ahora nadie me llama la atención. Me gusta hacer lo que quiero y caminar de noche, pero me da pena mamá, siempre mirando triste por la ventana. Le hablo y no me hace caso y entonces vuelvo al taller con mis juguetes de niebla. Seguro que si Agustín no fuera un extraño mamá me volvería a ver.

Fernando Iwasaki

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martes, 15 de febrero de 2022

Borges, el palabrista: 24

(Recogido por Esteban Peicovich)

La idea de que uno va a desaparecer totalmente es agradable, reconfortante. Por lo menos, lo es para mí… Sería horrible seguir siendo y, sobre todo, seguir siendo Borges. Estoy harto de él.

Jorge Luis Borges

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martes, 8 de febrero de 2022

Una historia política

Hubo una vez, no hace mucho tiempo, en un país no muy lejano, un sultán venerable que solía decir que su gobierno funcionaba a las mil y una maravillas y un venerable visir (que aspiraba a gobernar y ocupar así el puesto que por entonces ocupaba el sultán) que argüía que las cosas de la nación no podían ir peor pero que él tenía la solución para que todo mejorase. Tanto insistió el visir en su propaganda que, un día entre días, el califa de aquellos reinos lo nombró sultán y al antiguo sultán lo nombró visir.

No tardó mucho el nuevo sultán en ufanarse del gran cambio que había dado el país bajo su mando. Ahora, decía, las cosas de la nación iban realmente bien. Pero el antiguo sultán, y entonces visir, comenzó a propagar la opinión de que las cosas marchaban hoy mucho peor que ates y pedía al califa que le honrara con la devolución de su anterior cargo. Tanto insistió que, un día entre los días, el califa lo restituyó en su antiguo puesto. Y la misma historia se repitió una y otra vez entre el sultán y el visir y, más tarde, entre sus descendientes.

Cosas así, por fortuna, sólo pasan en los países no democráticos, donde el pueblo no es soberano y, por tanto, ni pincha ni corta en cuestiones de Estado.

Miguel Bravo Vadillo

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miércoles, 2 de febrero de 2022

El pozo

Mi hermano Alberto cayó al pozo cuando tenía cinco años. Fue una de esas tragedias familiares que sólo alivian el tiempo y la circunstancia de la familia numerosa. Veinte años después mi hermano Eloy sacaba agua un día de aquel pozo al que nadie jamás había vuelto a asomarse. En el caldero descubrió una pequeña botella con un papel en el interior. “Este es un mundo como otro cualquiera”, decía el mensaje.

Luis Mateo Díez

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miércoles, 26 de enero de 2022

La casa de muñecas

La compré en una tienda de antigüedades porque me fascinó su desmesurada ambición por la miniatura. Cada habitación era de una riqueza maniática, pues en los baños se veían los tubos abiertos de pasta de dientes, sobre las mesas se deshojaban cuadernos garabateados con letras minúsculas y en la cocina distinguí una alacena colmada de botes y conservas con etiquetas miniadas por una artista demente. Pero lo más asombroso fu descubrir  otra casa de muñecas dentro de la caja de muñecas, minuciosamente decorada como una pesadilla. Lo único que me chocaba era la infinita tristeza de las figuras que la habitaban. Me la llevé a casa y la instalé en mi dormitorio, sobre la mesa de caoba maciza. Aquella noche me despertó un luz asmática y di un salto tremendo cuando advertí que el resplandor provenía de la casa de muñecas. Corrí hasta la mesa de caoba y contemplé aterrado cómo brillaba el interior de la diminuta casa de muñecas que estaba dentro de la casa de muñecas, mientras todas la figuras de la casa corrían hacia la habitación maldita. No me di cuenta cuándo entraron en mi cuarto. La policía ha levantado el cadáver y busca en vano pistas por el suelo. Sin embargo, nadie ha reparado en la nueva habitación de la casa de muñecas. La figura no me hace justicia, pero la mesa de caoba es igualita.

Fernando Iwasaki

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jueves, 20 de enero de 2022

Continuidad en los parques

Había empezado a leer una novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca: se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de instrucciones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas;l a ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que le rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y de senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra el pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A  partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto, Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que lleva a la casa. Los perros no debían ladrar y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del patio y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde. La cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

Julio Cortázar

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miércoles, 12 de enero de 2022

 Entre fogones

Con esa cara que anuncia lo peor de las noticias llega él, apoyado el cuerpo cansado en el quicio de la puerta y los ojos mojados en el suelo de la cocina, me lo dice con la voz casi en la calle. Después no sé cómo definir su rostro, pero creo que nunca antes deseó tanto ser pájaro para escapar volando por la ventana abierta junto al humo que sale de la olla. Se queda callado sin mirarme, quizás por eso le coge por sorpresa  mi risa alegre. Río feliz, aliviada, me esperaba lo peor. Lo que ha venido a decirme ahora, al cabo de la vida, es que no me quiere.

-Amor mío, y qué importa eso, si durante la vida entera ya nos quise yo por los dos; vete tranquilo a preparar la maleta y, si aún te queda tiempo, comamos juntos, la comida está lista.

Trinidad Grande Pardo

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