El hijo del guardabosques de
Tuttinglen en la Selva
Negra, volvía a una hora avanzada de la noche de una sesión báquica en la que
se había vaciado más botellas de lo razonable. El joven que se llamaba
Berthold, atravesaba canturreando los prados inundados por los rayos de luna y
los agradables bosques de abetos más oscuros. De repente se detuvo bruscamente.
Algo sobrenatural parecía clavarlo en el suelo. A pocos metros del camino se
extendía una laguna llena de flores, cuyas orillas suavemente inclinadas se
perdían entre las cañas. A dos pasos de la orilla, una joven encantadora,
sumergida en el agua hasta la cintura, peinaba su larga cabellera. Pero la
impresión de Berthold fue mayor todavía cuando la joven, en vez de huir, le
respondió con dulzura, sin mostrar el menor temor. El joven volvió a ver a la
muchacha al día siguiente y pronto nació entre los dos una profunda pasión.
Entonces la muchacha de las aguas hizo saber a su enamorado que se llamaba
Evelina, que era de la raza de las ondinas y que para casarse con ella debería
hacer una extraña promesa: la de no ir nunca con ella sobre el agua. Berthold
hizo la promesa y se consumó el matrimonio. Era una alegría verlos, y de la
mañana a la noche, igual que de la noche a la mañana, las dos criaturas se
amaban con tanto abandono y tanta naturalidad que los vecinos sentían deseos de
imitarlos. La llegada del invierno no cambió esta feliz armonía. Una mañana
Berthold dijo a su mujer: "-Luego saldrás conmigo; te he preparado una
sorpresa". Cuando llegaron a la laguna en la que Eveline se había
aparecido por primera vez, el joven sacó de un paquete dos pares de patines y
exclamó: "-Qué alegría esposa mía, te voy a enseñar a patinar". Pero
Eveline se puso pálida como la nieve. "-¡Tu promesa! ¡Olvidas tu
promesa!"- exclamó con una voz lamentable. Berthold se echó a reír y
levantando a su mujer en volandas, la depositó sobre el hielo. Pero ¡ay! el
hielo se rompió y, mientras Berthold se agarraba desesperado a los bloques de
hielo, Eveline se sumergió y desapareció para siempre. Han pasado dos años. El
tiempo ha secado las lágrimas del guardabosques. Sus amigos le han hecho
comprender que es demasiado joven para quedarse viudo. Se ha vuelto a casar con
una graciosa muchacha que no pide otra cosa que hacer feliz a un joven y
apuesto muchacho. Mientras los violines resuenan todavía a lo lejos, los dos
recién casados han penetrado en la cámara nupcial. De golpe, una sombra se
yergue en medio de ellos y los separa. Es Eveline. Al día siguiente, y al otro,
y al otro... la misma escena se repite. Eveline aparece siempre para reclamar
sus derechos. La recién casada ha regresado a casa de su madre y Berthold está
encerrado en una casa de salud, donde habla sin cesar de la bella ondina que vive
en el fondo de la laguna.
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