Cuando el sabio
señaló la luna, el idiota se quedó mirando el dedo del sabio, y vio que se
trataba del índice. Era un dedo arrugado, envuelto en una epidermis desgastada,
cuyo tejido anterior se hacía tan fino que el espesor de la sangre, fragmentado
en pequeños puntos rojos, se dividía a su vez en forma de tabique, debido a las
líneas irregulares que en grupos de cinco separaban a las falanginas de las
falangetas. Por la parte posterior, en la superficie de los nudillos, estas
líneas eran más numerosas y parecían nervaduras de hoja, pues el sabio era tan
viejo que la piel del nudillo era un pellejo de consistencia inerte, y hasta
tenía ciertas marcas de los mordiscos leves que el sabio le había dado en los
momentos de reflexión. En los demás dedos del sabio había ciertos vellos, que
el idiota apenas conseguía registrar con el ojo, tal era su concentración en el
índice, distintos de aquellos por ser lampiño, con los poros más grandes y de
una uña más pronunciada, curva y de una pátina tenue de amarillo. Su superficie
se adivinaba casi tan lisa como la de un cristal, y brillaba. El contorno de la
cutícula estaba perfectamente dibujado; no había en su línea cóncava ni el más
mínimo desprendimiento. El nacimiento de la próxima uña, blanco y puntiagudo,
formaba con la cutícula un óvalo que el sabio miraba a veces, encontrando en él
una especie de centro universal cuyo significado desconocía. Se detuvo por fin
el idiota en la parte superior de la uña, que coincidía exactamente con el
nivel de la yema y cuyo borde se inclinaba hacia abajo. Allí el idiota vio,
perfectamente reflejada y redonda, a la luna.
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