viernes, 31 de mayo de 2013

El pozo


Mi hermano Alberto cayó al pozo cuando tenía cinco años.

Una de esas tragedias familiares que alivianel tiempo y la circunstancia de la familia numerosa.

Veinte años después mi hermano Eloy sacaba agua de aquel pozo al que nadie jamás había vuelto a asomarse.

En el caldero descubrió una botella con un papel en el interior.

“Este es un mundo como otro cualquiera”, decía el mensaje.

Luis Mateo Díez


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jueves, 2 de mayo de 2013

Cuento IV




Viendo un labrador que en una higuera que tenía en su heredad se habían desesperado en ella, por discurso de tiempo, algunos hombres, temiéndolo por mal agüero determinó de cortalla; pero antes desto, presumiendo de gracioso, hizo hacer un pregón por la ciudad, que si alguno había que se quisiese ahorcar en su higuera, que se determinase dentro de tres días, porque la quería cortar de su campo.

Juan de Timoneda
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domingo, 21 de abril de 2013

Momento único




En el pueblo de Villa Allende andaba cada uno en lo suyo bajo una tarde plena de calor. El sonar de unos platillos, redoblantes y trompeta a todos les llamó la atención.
Allí, por las callecitas de tierra, una banda orquestal de tres músicos hacía su bochinche. En el centro de ellos, un payaso con sus piruetas y otro, arlequín, agitaba un estandarte firuleteado, de letras doradas, que movía al son de las notas con suma gracia. Detrás de ellos, un camioncito con altavoces anunciaba la llegada de un espectáculo en la plaza principal.
Un niño que andaba asomado en la ventana de su casa, a todo lo que da, anunció:

-¡Vayamos a la plaza!
La gente salía con desconcierto y se dirigía al lugar de encuentro. Algunos con sus instrumentos de trabajo en mano: el carpintero con su martillo. el zapatero con un zapato y el peluquero con las tijeras. También una señora con los ruleros a medio poner, una mujer dándole el biberón a su bebé, los ancianos lentos con sus bastones o silla de ruedas y un montón de niños que bajaban de las sierras de alrededor. Nadie quería perderse lo que iría a pasar.
Todos impacientes se juntaron en un extremo de la plazoleta, frente al camioncito que se había detenido. La música había cesado. Músicos y payasos se mezclaron entre el publico.
De la cabina trasera de la colorida camioneta se abrieron dos postigones.
El murmullo se acalló cuando se vio salir por esa ventana a unos simpáticos títeres.
¡Qué hermoso! Las caras de grandes y niños se iban transformando, siguiendo la pícara historia con tanta atención que ni el vuelo de una mosca se sentía. Algunos se acomodaron en el piso, otros se quedaron parados. El entorno se nubló. Los muñecos chillones y humanos disfrutaban de ese compartir. Las emociones se sentían y se exteriorizaban. La magia y la inocencia hacían su travesía en ese clima, mientras la hora transcurría sin que nada ni nadie se diera cuenta. Solo un dialogo con la fantasía se percibía.
Llegando al final de la historia la música comenzó otra vez, en forma suave. Los muñecos se despidieron hasta la vuelta, los postigones se cerraron, saludando con la mano un payaso se alejaba, mientras el arlequín agitaba, otra vez el estandarte y con el camioncito en marcha, el grupo se perdía entre las angostas callejuelas.
La gente en la plaza cerró su boca, que había quedado abierta por tanto asombro y pensativos se dirigían cada uno a su lugar. Un niño preguntó a su madre en voz muy alta:

- Mamá, ¿quienes eran?...
Así comenzó el cuchicheo en el vecindario. Nadie los conocía, pero por días y días, los comentarios corrían relatando tan inolvidable experiencia.
Sólo se sabía que era "El grupito de la Fantasía" y que volverían al mes siguiente.
Todos esperaban ansiosos ese momento, donde la imaginación como traviesa brisa fluía en tierra cordobesa.

(Villa Allende es un pueblo de paisaje serrano de Córdoba, Argentina, donde vivía mi abuela).

María Inés arias
 


viernes, 5 de abril de 2013

El perro que deseaba ser un ser humano



En la casa de un rico mercader de la Ciudad de México, rodeado de comodidades y de toda clase de máquinas, vivía no hace mucho tiempo un Perro al que se le había metido en la cabeza convertirse en un ser humano, y trabajaba con ahínco en esto.
Al cabo de varios años, y después de persistentes esfuerzos sobre sí mismo, caminaba con facilidad en dos patas y a veces sentía que estaba ya a punto de ser un hombre, excepto por el hecho de que no mordía, movía la cola cuando encontraba a algún conocido, daba tres vueltas antes de acostarse, salivaba cuando oía las campanas de la iglesia, y por las noches se subía a una barda a gemir viendo largamente a la luna.

Augusto Monterroso
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martes, 12 de marzo de 2013

El idiota



  
Cuando el sabio señaló la luna, el idiota se quedó mirando el dedo del sabio, y vio que se trataba del índice. Era un dedo arrugado, envuelto en una epidermis desgastada, cuyo tejido anterior se hacía tan fino que el espesor de la sangre, fragmentado en pequeños puntos rojos, se dividía a su vez en forma de tabique, debido a las líneas irregulares que en grupos de cinco separaban a las falanginas de las falangetas. Por la parte posterior, en la superficie de los nudillos, estas líneas eran más numerosas y parecían nervaduras de hoja, pues el sabio era tan viejo que la piel del nudillo era un pellejo de consistencia inerte, y hasta tenía ciertas marcas de los mordiscos leves que el sabio le había dado en los momentos de reflexión. En los demás dedos del sabio había ciertos vellos, que el idiota apenas conseguía registrar con el ojo, tal era su concentración en el índice, distintos de aquellos por ser lampiño, con los poros más grandes y de una uña más pronunciada, curva y de una pátina tenue de amarillo. Su superficie se adivinaba casi tan lisa como la de un cristal, y brillaba. El contorno de la cutícula estaba perfectamente dibujado; no había en su línea cóncava ni el más mínimo desprendimiento. El nacimiento de la próxima uña, blanco y puntiagudo, formaba con la cutícula un óvalo que el sabio miraba a veces, encontrando en él una especie de centro universal cuyo significado desconocía. Se detuvo por fin el idiota en la parte superior de la uña, que coincidía exactamente con el nivel de la yema y cuyo borde se inclinaba hacia abajo. Allí el idiota vio, perfectamente reflejada y redonda, a la luna.

Gabriel Jiménez Eman

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