Las alas
Tres veces soñó que le ponían alas; se propuso no soñar como niño o como beata, y se fue, dormido, sin alas.
Ana María Mopty de Kiorcheff
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El parásito
No era un fibroma, ni un tumor, ni un folículo
infectado, sino un mellizo marchito enquistado en su espalda como un inquilino
perpetuo y satisfecho. Quizá nunca debí decirle lo que era y dejar que pensara
que se trataba de un bulto de grasa cualquiera, pero aquel hombre me pareció
inteligente y no dudé en mostrarle
aquella miniatura atrofiada de sí mismo. Algunos pacientes no están preparados
para saber lo que tienen y para contemplar sin prejuicios el infinito paisaje
de las patologías humanas. Como aquel hombre que sostenía desconsolado a su
gemelo nonato y que incluso le cortó el pelo y las uñas diminutas hasta
encontrarle un pálido destello, un reflejo remoto, un melancólico parecido. Soy
un científico, ¿cómo podía saber si sentía o si soñaba? Dos días después de la
operación falleció por cusas desconocidas. El parásito le sobrevivió un día más.
Fernando Iwasaki
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La Jirafa
Al darse cuenta de que había puesto
demasiado alto los frutos de un árbol predilecto, Dios no tuvo más remedio que
alargar el cuello de la jirafa.
Cuadrúpedos de cabeza volátil, las
jirafas quisieron ir por encima de su realidad corporal y entraron
resueltamente al reino de los desproporcionados. Hubo que resolver para ellas
algunos problemas biológicos que más parecen ingeniería y de mecánica: un circuito
nervioso de doce metros de largo; una sangre que se eleva contra la ley de la
gravedad, mediante un corazón que
funciona como bomba de pozo profundo; y todavía, a esas alturas, una lengua
eréctil que va más arriba, sobrepasando con veinte centímetros el alcance de
los belfos para roer los pimpollos como una lima de acero.
Con todos sus derroches de técnica, que
complican extraordinariamente su galope y sus amores. La jirafa representa
mejor que nadie los devaneos del espíritu: busca en las alturas lo que otros
encuentran a ras del suelo.
Pero como finalmente tiene que inclinarse de vez en cuando para beber el agua común, se ve obligada a desarrollar su acrobacia al revés. Y se pone entonces al nivel de los burros
Juan José Arreola
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La tela de Penélope o quién engaña a quién
Hace muchos años vivía en Grecia un
hombre llamado Ulises (quien a pesar de ser bastante sabio era muy astuto),
casado con Penélope, mujer bella y singularmente dotada cuyo único defecto era
su desmedida afición a tejer, costumbre gracias a la cual pudo pasar sola
largas temporadas.
Dice la leyenda que en cada ocasión
en que Ulises con su astucia observaba que a pesar de sus prohibiciones ella se
disponía una vez más a iniciar uno de sus interminables tejidos, se le podía
ver por las noches preparando a urtadillas sus botas y una buena barca, hasta
que sin decirle nada se iba a recorrer el mundo y a buscarse a sí mismo.
De esta manera ella conseguía
mantenerlo alejado mientras coqueteaba con sus pretendientes, haciéndoles creer
que tejía mientras viajaba y no que Ulises viajaba mientras ella tejía, como
pudo haber imaginado Homero, que, como se sabe, a veces dormía y no se daba
cuenta de nada.
Augusto Monterroso
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Mi hermano
Nunca le perdoné a mi hermano gemelo
que me abandonara durante siete minutos en la barriga de mamá, y me dejara allí,
solo, aterrorizado en la oscuridad, flotando como un astronauta en aquel
líquido viscoso, y oyendo al otro lado cómo a él se lo comían a besos. Fueron
los siete minutos más largos de mi vida, y los que a la postre determinarían
que mi hermano fuera el promogénito y el favorito de mamá.
Desde entonces salía antes que Pablo
de todos los sitios: de la habitación, de casa, del colegio, de misa, del cine...
aunque ello me costara el final de la película. Un día me distraje y mi hermano
salió antes que yo a la calle, y mientras
me miraba con aquella sonrisa adorable,
un coche se lo llevó por delante. Recuerdo que mi madre, al oír el golpe, salió
de la casa y pasó ante mí corriendo y gritando mi nombre, con los brazos
extendidos hacia el cadáver de mi hermano. Yo nunca la saqué de su error.
Rafael Novoa
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Los monos
Wolfgang Kohler perdió cinco años en
Tetuán tratando de hacer pensar a un chimpancé. Le propuso como buen alemán,
toda una serie de trampas mentales. Lo obligó a encontrar la salida de
complicados laberintos; lo hizo alcanzar difíciles golosinas, valiéndose de
escaleras, puertas, perchas y bastones. Después de semejante entrenamiento, Mono
llega a ser el simio más inteligente del mundo; pero fiel a su especie distrajo
todos los ocios del psicólogo y obtuvo sus raciones sin transporte el umbral de
la conciencia. Le ofrecieron la libertad, pero prefirió quedarse en la jaula.
Ya muchos milenios antes (¿cuántos?),
los monos decidieron acerca de su destino oponiéndose a la tentación de ser
hombres. No cayeron en la empresa nacional y siguen todavía en el paraíso:
caricaturales, obscenos y libres a su manera. Los vemos ahora en el zoológico,
como un espejo depresivo: nos miran con sarcasmo y con pena, porque seguimos
observando su conducta animal.
Atados a una dependencia invisible,
danzamos al son que nos tocan, como el mono de organillo. Buscamos sin hallar
las salidas del laberinto en que caímos, y la razón fracasa en la captura de
inalcanzables frutas metafísicas.
La dilatada entrevista de Mono y
Wolfgang Kohler ha cancelado para siempre toda esperanza, y acabó en otra
despedida melancólica que suena a fracaso.
(El homo sapiens fue a la universidad alemana para redactar el célebre tratado sobre la inteligencia de los antropoides, que le dio fama y fortuna, mientras Mono se quedaba para siempre en Tetuán, gozando una pensión vitalicia de frutas al alcance de su mano).
Juan José Arreola
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