viernes, 9 de noviembre de 2012

LA SUSTITUTA





El hombre que tiraba los cuchillos había tenido que sustituir a la dama que durante los últimos años lo había acompañado en su espectáculo, y, sorprendido, recordó que hacía mucho tiempo no se fijaba en el cuerpo de la mujer a la que ataba a la rueda ocho funciones por semana.
La sustituta tenía unos ojos de una negrura brillante, intensa; su figura, como una fresca espiga de trigo, resaltaba sobre el fondo de la rueda del azar llena de estrellas plateadas que giraba enloquecidamente regando en el auditorio exclamaciones entre admirativas y aterrorizadas. Una muchacha como aquella no se fijaría en un tipo gastado como él, pensaba el lanzador de cuchillos, y no dejaba de pensarlo mientras se sentía atravesado por aquella mirada. Lo miraba de una manera rara que no podía descifrar si era de burla, emoción o éxtasis. Mientras, el público chillaba. Veintitrés cuchillos iban a siluetear el bellísimo cuerpo. El hombre hizo gala de su rutina consciente de que su corazón se volvía torpe. Los aplausos eran atronadores y cada lanzamiento echaba más leña a los ojos de juego de la sustituta, que sonreía. ¿Era sarcasmo o admiración lo que se agitaba en aquellos labios? Incapaz de desentrañarlo, con dificultad llegó el último lanzamiento, y cayó.
Entre nieblas vio la roja firma del destino en aquel pecho maravilloso que nunca podría acariciar. Ella murió en el acto; él demoró unos minutos en alcanzarla, atormentado por la idea de cómo iba a pedir perdón y a declararle su amor.

Rosa Elvira Peláez

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