El hombre que tiraba los cuchillos había tenido que
sustituir a la dama que durante los últimos años lo había acompañado en su
espectáculo, y, sorprendido, recordó que hacía mucho tiempo no se fijaba en el
cuerpo de la mujer a la que ataba a la rueda ocho funciones por semana.
La sustituta tenía unos ojos de una negrura brillante,
intensa; su figura, como una fresca espiga de trigo, resaltaba sobre el fondo
de la rueda del azar llena de estrellas plateadas que giraba enloquecidamente
regando en el auditorio exclamaciones entre admirativas y aterrorizadas. Una
muchacha como aquella no se fijaría en un tipo gastado como él, pensaba el
lanzador de cuchillos, y no dejaba de pensarlo mientras se sentía atravesado
por aquella mirada. Lo miraba de una manera rara que no podía descifrar si era
de burla, emoción o éxtasis. Mientras, el público chillaba. Veintitrés
cuchillos iban a siluetear el bellísimo cuerpo. El hombre hizo gala de su
rutina consciente de que su corazón se volvía torpe. Los aplausos eran
atronadores y cada lanzamiento echaba más leña a los ojos de juego de la
sustituta, que sonreía. ¿Era sarcasmo o admiración lo que se agitaba en
aquellos labios? Incapaz de desentrañarlo, con dificultad llegó el último
lanzamiento, y cayó.
Entre nieblas vio la roja firma del destino en aquel pecho
maravilloso que nunca podría acariciar. Ella murió en el acto; él demoró unos
minutos en alcanzarla, atormentado por la idea de cómo iba a pedir perdón y a
declararle su amor.
Rosa Elvira Peláez
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