miércoles, 2 de enero de 2019


El resucitador

Tenía su rostro tonalidades minerales, brillos cristalográficos. Quizá por ello se decía de él que era una piedra viva. Su mirada, el poder de su mirada se ocultaba tras unas lentes de colores catedralicios. Apasionado, se tomaba urgencias para no ir a ninguna parte. Había leído cosas extraordinarias, y lo extraordinario dominaba el mundo de sus predilecciones: sabía el número siempre impar de los pétalos de la Rosa de York; conocía las subespecies, todas, de los caballitos del diablo que pueblan los estanques del Perú, y también conocía la teatralidad de las puestas de sol en el Bósforo. Sólo de noche, repentinamente desvalido, le abandonaban las prisas y con una ternura apenas insinuada se entregaba a su mejor trabajo, y lo hacía hasta que el amanecer le forzaba a las cosas diarias. Y pocos sabían que el Resucitador de Rosas tenía los dedos transverberados de pequeñas heridas. Y todo lo hacía por amor y ocultamente.

Rafael Pérez Estrada

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